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Primavera en el Pacifico, el blog anterior, no responde ante tanto material. Continuamos viaje en este.
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Pune (India), 25 de junio
Salgo de la habitación del hotel, uno con cierto aire de postín, junto al famoso y millonario ashram de Osho, en Pune, al sur de Bombay, y me doy de bruces con un hombre de tez muy oscura y mirada algo extraviada que lleva en la mano derecha un cepillo de púas duras y en la izquierda un cubo con agua jabonosa. Me saluda inclinando levemente la cabeza; se produce un chispazo dentro de mí. Hoy estoy algo excitado.
Dos conductores de riscksaws pusieron a prueba mis nervios nada más bajarnos del autobús que nos traía de Hampi, donde hemos permanecido tres días casi aislados en medio de la lluvia y sin energía eléctrica. Después de aguantarles durante quince minutos sus consabidas ofertas de hoteles que no nos interesan terminan llevándonos al lugar que les indicamos. El ricksawmetro marca treinta y seis rupias, un precio razonable, pero esta pareja sin comerlo ni beberlo se empeña en que hay que aplicar cierto baremos y que por consiguiente el precio es de quinientas rupias. Me sale sin más una carcajada. Cuando el chico de hotel me está enseñando la habitación le pregunto cuánto puede costar el recorrido que hemos hecho y me dice que unas quince o veinte rupias. Como no nos gusta la habitación que nos ofrecen cogemos nuestros bártulos y enfilamos hacia la calle en busca de un puesto de policía que dirima en el precio de la carrera del ricksaw. Tras una larga historia terminamos yendo a un puesto de policía; todo parece claro, nos dan la razón, pero en cierto momento, no sé por qué, se da la vuelta a la tortilla y los policías sugieren que les demos doscientos cincuenta rupias y asunto concluido. Me niego sonriendo; me admiro de mi sangre fría, me gusta esa contención que me sale esta mañana, y que en otro momento y con menos consciencia de la situación global habría sido para tirarse al cuello de aquel ladrón avalado por la policía. Necesitaremos otros policías menos corruptos. Uno de los conductores de la ricksaw insiste en que subamos a su motocarro para ir al otro puesto de policía y nos negamos. Recurro a la presión del público y en un cruce de calles me dirijo simultáneamente a otros conductores y algún viandante que se acerca amable a echarnos una mano. A estas alturas a uno de los conductores se le salen los ojos de la cara, me da un empujón, su rostro es verdaderamente amenazador (una cara que ya vi años atrás entre los indígenas de Chiloé, en Chile, cuando me negué a pagar un peaje por usar cierto camino en la montaña), tengo la sensación de encontrarme ante un salvaje, una situación de peligro en expectativa. La situación se prolonga durante un tiempo en el que la violencia aumenta en el rostro de uno de ellos. Mientras tanto Margarita, a mi lado, ha empuñado amenazadoramente el paraguas en sus manos; los conductores que nos rodean terminan por desentenderse del asunto; entre un colega y un par de turistas no parece el caso defender a estos últimos. No es mucho dinero lo que nos piden, pero no cuenta el valor. Intento jugar entre la afabilidad y la mala leche; ¿tú es que eres imbécil?, le digo a uno de ellos en un momento; e instantes después, pruebo la afabilidad, junto las manos en actitud de ruego e inclino la cabeza: namasté (esa preciosidad de saludo que usan en Nepal), intentando llamarle al orden amigablemente con una sonrisa en la boca. Es inútil, ellos también han hecho una causa de honor del robo en ciernes y hablan creídos del papel que han decidido representar. Valoro la situación de peligro real que veo en la cara y la actitud del más violento de ellos; terminamos haciendo un aparte; ¿les damos doscientos?, le digo a Margarita. Está de acuerdo. Cuando le doy los dos billetes de cien todavía insiste en recibir cincuenta más, pero parece que ahí podemos zanjar la situación; así que nos damos la vuelta y caminamos despacio bajo el chirimiri hacia la estación de tren. Oímos enseguida arrancar y desaparecer la ricksaw a nuestra espalda. Esto es la lotería, una mañana te levantas y te encuentras ahí en la calle un asunto que roza la alarma. En fin. Las grandes ciudades, los alrededores de las estaciones y los aeropuertos son lugares propicios para buscarse problemas. En estos lugares hay un montón de aprovechados que están a la que salta; la policía los avala.
Llueve, la calle es un barrizal, momentos después tenemos que litigar con otro conductor que debe llevarnos a otro hotel. Esto es más suave.
El miedo, simplemente el miedo al hombre salvaje, al loco, al enajenado, al integrista, al patriota, al nazi que en mayor o menor grado habita en el ser humano. Doscientas rupias bien valían el alivio de quitarse de encima ese peso. Después continúo con mi lectura de Nieve, de Orhan Pamuk; a veces mis nervios se tensan cuando aparece la faz del integrismo islámico en los conflictos de la novela; el fanatismo, la locura, el olvido de tres o cuatro mil años de cultura, termina en una debacle en horrorosa matanza; más imágenes en mis recientes lecturas, el rostro de los japoneses pasando a cuchillo a miles de ciudadanos asiáticos; de alemanes incinerando vivos a millones de judios; más instantáneas: el miedo al marido celoso que compensa sus frustradas y ridículas erecciones con el filo de una navaja sobre el estómago de su esposa; la sangre fría del que ha convertido la extorsión en el hábito sacralizado de la sociedad que lo sustenta, esos genocidas de nuestros días que ostentan el poder de grandes potencias; la policía, el Estado convertidos en ángeles justicieros. El horror puede estar a la vuelta de cualquier esquina. Y no, no basta hacerse un seguro de vida, caminar por el centro de la calle huyendo de alguna teja que arrastre el viento. No basta con no moverse de casa, porque el miedo termina habitando en nosotros, está tras una llamada telefónica inesperada a las tres de la mañana, tras unos pasos solitarios que oímos a nuestras espaldas en la noche solitaria. Y nuestro miedo nos arrinconará y nos impedirá ser libres, “será como el bebedor que muere lentamente, que se da cuenta una mañana, después de que se le haya ido la mano con el raki, de que lleva años en el otro mundo”. Y me pongo en guardia. ¿Quién coñó me manda a mí seguir dando la vuelta a esta planeta, con lo bien que podría estar este invierno poniendo el culo en el radiador para que no se me enfríe? Y no sólo eso, ahora en África; y recuerdo los últimos formularios que he tenido que rellenar en las fronteras de Singapur, Malasia, Sri Lanka e India: ¿Ha visitado usted en los últimos seis meses los países de África Central? ¿Qué me esperará en África de donde ya salí huyendo hace un par de años? ¿Cuántos salvajes disfrazados de conductores de ricksaw habremos de encontrarnos? ¿Cuántos policías corruptos querrán robarnos, y eso por no hablar de la malaria, la disentería, las incomodidades, el calor agobiante? En casita calentito, sí. Un personaje de Pamuk dice: “Dentro de veinte años entenderás por fin que toda la maldad del mundo, o sea, el que los pobres sean tan pobres y tan ignorantes y los ricos tan ricos y tan listos, la vulgaridad, la violencia y la falta de ánimo, o sea, todo aquello que despierta en ti deseos de morir y sentimientos de culpabilidad, se debe a que todo el mundo piensa como el vecino. Así te darás cuenta de que en este lugar donde, aunque todos parecen decentes, sólo se entontece y se muere”. O no, no en casita, sino itinerando por medio de la tristeza y la violenta de la pobreza; el cuerpo convertido en una esponja. ¿Por qué? No lo sé. Esta mañana necesito empaparme con el dolor y la miseria de esta gente.
Hoy estoy triste, no sé muy bien por qué, pero siento que India me pesa en el corazón. Estoy de mal humor, dejo a Margarita que dé algunas rupias a quienes se acercan a nosotros pidiendo, muchos; no quiero saber nada de ellos; besa a un par de criaturas, les da su lata de coca cola, dos niñas mugrientas que se le acercan y a quienes yo no hecho caso; quizás su profesión de pediatra le ayude a aproximarse a estas niñas; lo que yo siento hoy es algo que se parece al rechazo, el de que desearía negar la realidad y mirar al mundo como hace la mayoría en Europa o Estados Unidos, como si ese mundo formara sólo parte de un programa más de televisión. Miro la miseria desde mi cuerpo lleno de lluvia. Me hiere esta miseria. Sorteamos una enorme rata muerta, todo es un barrizal, hundimos los pies en los charcos; atravesamos un pequeño lago para sacar dinero en una oficina de Citibank, limpia y pulcra como cualquiera otra de Occidente. Mundo de contrastes. Esta gente famélica cubierta de harapos me rompe hoy el alma.
Estoy excitado, mi organismo debe tener los poros del alma más abiertos que de costumbre, por eso me hiere más la mirada de la persona con la que me cruzo en el pasillo del hotel. Tiene los ojos de los sin pan ni tierra, de los miserables de este planeta. Cuando un momento después entro en los servicios me le encuentro de rodillas limpiando el suelo del retrete con el cepillo; sus pies asoman por la puerta, oigo el violento frufrú de las cerdas contra el suelo; los hilillos de jabón se escurren hacia el pasillo. Los dalits, los parias de esta tierra cuyo sistema de castas sigue perpetuando un régimen que no está lejos de los sistemas esclavistas.
Hay muchos modos de esclavismo. Ayer, unos minutos después de pagar la cuenta del hotel, sube el muchacho que nos había atendido durante tres días, también haciendo de cocinero, y nos dice que el dueño le ha dicho que tenemos que pagar una noche más porque hemos superado la hora del check-out. Cuando me niego y le digo que haga bajar a su jefe para aclarar el asunto, a él se le pone cara de extrema preocupación. Explica que él es un empleado, que gana novecientas rupias al mes, unos catorce euros, por trabajar treinta días durante toda la jornada; cuando le pregunto que qué ha pasado con las cien rupias que le hemos dado de propina un instante antes, contesta que las propinas son siempre para el dueño. Presenta un aspecto tan lamentable y resignado que no tengo más remedio que ir a ver al rajá-jefe bajo cuya férula se encuentra este muchacho. Me revuelve las tripas pero voy a verle. Termino dándole las trescientas rupias que me pide y mandándole a freír monas. Pero antes de desaparecer por las escaleras abajo le dejo bien claro que escribiré a la gente de la Lonely Planet, explicando el comportamiento de su señoría. Di con mucha precisión en el clavo. Desaparecer de las páginas de esta biblia viajera puede ser una catástrofe para el negocio hotelero. No han pasado dos minutos cuando ya está en la puerta de nuestra habitación haciendo el paripé, pero devolviéndonos el dinero que poco antes le había dado. Cuando desapareció todavía tuvimos tiempo de congratularnos con el muchacho -¡qué pena me daba!- Toma, le dije, y le alargué algunos billetes, para ti, y que no se te ocurra dárselos a tu jefe. Quizás tuviera veintidós o veintitrés años, probablemente pertenecía a una casta poco deseable, acaso en una lejana reencarnación se reencarnara en dueño de un hotel, existe la posibilidad de cuando lo hiciera contratara a un chico para todo por mil rupias al mes. Todo muy triste.
Una vez más salimos del hotel. Una anciana y un hombre de edad, ambos con una pequeña hoz en la mano, arrancan malas hierbas; tres, cuatro briznas a la vez; sus aspectos son los mismos que el del limpiador de letrinas, tristes y resignados; son un fondo habitual en todos los jardines de la India. No existe ningún lugar en el mundo con una mano de obra tan barata. Y no lo digas muy alto, porque seguro que te encuentras con alguien que dice: y suerte que tienen... y tendrán razón.
No, no toda India es así, ni todo el mundo islámico es la ignorancia y el integrismo que se puede encontrar en algunos lugares de Pakistán, pero sí, es muy triste comprobar que los pobres sean tan pobres y tan ignorantes, y los ricos tan ricos y tan listos.
No nos extrañemos de que la violencia y el salvajismo aniden en sus almas. Hoy tan míseros y dignos de compasión me parecen los conductores de la ricksaw de esta mañana como el chico del hotel, como el limpiador de letrinas con el que crucé hace poco. Quizás debería añadir que igualmente son dignos de compasión, somos, los ciudadanos de Occidente, los ricos, los prepotentes y sus respectivos estados buscadores de ganancias sin término. Bastaría echar una ojeada y aprender un poco en que consiste esto de la vida, cuáles son las situaciones que nos hacen dichosos y cuáles estimulan nuestros bajos instintos y nuestra rapacidad. Sólo eso. Una sociedad para la que su norte está en el provecho y el poder es necesariamente una sociedad enferma, cuyos individuos no se han encontrado todavía a sí mismos; tampoco lo es una sociedad carente de un mínimo de solidaridad. Tristeza y dolor para llenar muchos carros esto de viajar en ocasiones.
No puedo resistir añadir unas líneas a este post. El jardín de nuestro hotel limita con las instalaciones del ashram de Osho, el gurú más notable del momento en Europa. Este hombre no se andaba con chiquitas en materia de ostentación, cinco Rolls Royce, tenía el barbudo señor, dios y profeta de la modernidad que busca encontrar su camino entre los gurúes. Miro en mi guía: costo de una visita puntual al ashram para meditar un día: el sueldo mensual del chico del hotel de ayer, más la mitad del sueldo del que limpia las letrinas; los niños pagan menos, quince rupias menos que el sueldo mencionado. Un buen dato para todos los amantes y seguidores de Osho, aunque ya dice el refrán: haz lo que digo aunque no lo que hago. Y es que vivimos un mundo de contrastes, sí señor.
Salgo de la habitación del hotel, uno con cierto aire de postín, junto al famoso y millonario ashram de Osho, en Pune, al sur de Bombay, y me doy de bruces con un hombre de tez muy oscura y mirada algo extraviada que lleva en la mano derecha un cepillo de púas duras y en la izquierda un cubo con agua jabonosa. Me saluda inclinando levemente la cabeza; se produce un chispazo dentro de mí. Hoy estoy algo excitado.
Dos conductores de riscksaws pusieron a prueba mis nervios nada más bajarnos del autobús que nos traía de Hampi, donde hemos permanecido tres días casi aislados en medio de la lluvia y sin energía eléctrica. Después de aguantarles durante quince minutos sus consabidas ofertas de hoteles que no nos interesan terminan llevándonos al lugar que les indicamos. El ricksawmetro marca treinta y seis rupias, un precio razonable, pero esta pareja sin comerlo ni beberlo se empeña en que hay que aplicar cierto baremos y que por consiguiente el precio es de quinientas rupias. Me sale sin más una carcajada. Cuando el chico de hotel me está enseñando la habitación le pregunto cuánto puede costar el recorrido que hemos hecho y me dice que unas quince o veinte rupias. Como no nos gusta la habitación que nos ofrecen cogemos nuestros bártulos y enfilamos hacia la calle en busca de un puesto de policía que dirima en el precio de la carrera del ricksaw. Tras una larga historia terminamos yendo a un puesto de policía; todo parece claro, nos dan la razón, pero en cierto momento, no sé por qué, se da la vuelta a la tortilla y los policías sugieren que les demos doscientos cincuenta rupias y asunto concluido. Me niego sonriendo; me admiro de mi sangre fría, me gusta esa contención que me sale esta mañana, y que en otro momento y con menos consciencia de la situación global habría sido para tirarse al cuello de aquel ladrón avalado por la policía. Necesitaremos otros policías menos corruptos. Uno de los conductores de la ricksaw insiste en que subamos a su motocarro para ir al otro puesto de policía y nos negamos. Recurro a la presión del público y en un cruce de calles me dirijo simultáneamente a otros conductores y algún viandante que se acerca amable a echarnos una mano. A estas alturas a uno de los conductores se le salen los ojos de la cara, me da un empujón, su rostro es verdaderamente amenazador (una cara que ya vi años atrás entre los indígenas de Chiloé, en Chile, cuando me negué a pagar un peaje por usar cierto camino en la montaña), tengo la sensación de encontrarme ante un salvaje, una situación de peligro en expectativa. La situación se prolonga durante un tiempo en el que la violencia aumenta en el rostro de uno de ellos. Mientras tanto Margarita, a mi lado, ha empuñado amenazadoramente el paraguas en sus manos; los conductores que nos rodean terminan por desentenderse del asunto; entre un colega y un par de turistas no parece el caso defender a estos últimos. No es mucho dinero lo que nos piden, pero no cuenta el valor. Intento jugar entre la afabilidad y la mala leche; ¿tú es que eres imbécil?, le digo a uno de ellos en un momento; e instantes después, pruebo la afabilidad, junto las manos en actitud de ruego e inclino la cabeza: namasté (esa preciosidad de saludo que usan en Nepal), intentando llamarle al orden amigablemente con una sonrisa en la boca. Es inútil, ellos también han hecho una causa de honor del robo en ciernes y hablan creídos del papel que han decidido representar. Valoro la situación de peligro real que veo en la cara y la actitud del más violento de ellos; terminamos haciendo un aparte; ¿les damos doscientos?, le digo a Margarita. Está de acuerdo. Cuando le doy los dos billetes de cien todavía insiste en recibir cincuenta más, pero parece que ahí podemos zanjar la situación; así que nos damos la vuelta y caminamos despacio bajo el chirimiri hacia la estación de tren. Oímos enseguida arrancar y desaparecer la ricksaw a nuestra espalda. Esto es la lotería, una mañana te levantas y te encuentras ahí en la calle un asunto que roza la alarma. En fin. Las grandes ciudades, los alrededores de las estaciones y los aeropuertos son lugares propicios para buscarse problemas. En estos lugares hay un montón de aprovechados que están a la que salta; la policía los avala.
Llueve, la calle es un barrizal, momentos después tenemos que litigar con otro conductor que debe llevarnos a otro hotel. Esto es más suave.
El miedo, simplemente el miedo al hombre salvaje, al loco, al enajenado, al integrista, al patriota, al nazi que en mayor o menor grado habita en el ser humano. Doscientas rupias bien valían el alivio de quitarse de encima ese peso. Después continúo con mi lectura de Nieve, de Orhan Pamuk; a veces mis nervios se tensan cuando aparece la faz del integrismo islámico en los conflictos de la novela; el fanatismo, la locura, el olvido de tres o cuatro mil años de cultura, termina en una debacle en horrorosa matanza; más imágenes en mis recientes lecturas, el rostro de los japoneses pasando a cuchillo a miles de ciudadanos asiáticos; de alemanes incinerando vivos a millones de judios; más instantáneas: el miedo al marido celoso que compensa sus frustradas y ridículas erecciones con el filo de una navaja sobre el estómago de su esposa; la sangre fría del que ha convertido la extorsión en el hábito sacralizado de la sociedad que lo sustenta, esos genocidas de nuestros días que ostentan el poder de grandes potencias; la policía, el Estado convertidos en ángeles justicieros. El horror puede estar a la vuelta de cualquier esquina. Y no, no basta hacerse un seguro de vida, caminar por el centro de la calle huyendo de alguna teja que arrastre el viento. No basta con no moverse de casa, porque el miedo termina habitando en nosotros, está tras una llamada telefónica inesperada a las tres de la mañana, tras unos pasos solitarios que oímos a nuestras espaldas en la noche solitaria. Y nuestro miedo nos arrinconará y nos impedirá ser libres, “será como el bebedor que muere lentamente, que se da cuenta una mañana, después de que se le haya ido la mano con el raki, de que lleva años en el otro mundo”. Y me pongo en guardia. ¿Quién coñó me manda a mí seguir dando la vuelta a esta planeta, con lo bien que podría estar este invierno poniendo el culo en el radiador para que no se me enfríe? Y no sólo eso, ahora en África; y recuerdo los últimos formularios que he tenido que rellenar en las fronteras de Singapur, Malasia, Sri Lanka e India: ¿Ha visitado usted en los últimos seis meses los países de África Central? ¿Qué me esperará en África de donde ya salí huyendo hace un par de años? ¿Cuántos salvajes disfrazados de conductores de ricksaw habremos de encontrarnos? ¿Cuántos policías corruptos querrán robarnos, y eso por no hablar de la malaria, la disentería, las incomodidades, el calor agobiante? En casita calentito, sí. Un personaje de Pamuk dice: “Dentro de veinte años entenderás por fin que toda la maldad del mundo, o sea, el que los pobres sean tan pobres y tan ignorantes y los ricos tan ricos y tan listos, la vulgaridad, la violencia y la falta de ánimo, o sea, todo aquello que despierta en ti deseos de morir y sentimientos de culpabilidad, se debe a que todo el mundo piensa como el vecino. Así te darás cuenta de que en este lugar donde, aunque todos parecen decentes, sólo se entontece y se muere”. O no, no en casita, sino itinerando por medio de la tristeza y la violenta de la pobreza; el cuerpo convertido en una esponja. ¿Por qué? No lo sé. Esta mañana necesito empaparme con el dolor y la miseria de esta gente.
Hoy estoy triste, no sé muy bien por qué, pero siento que India me pesa en el corazón. Estoy de mal humor, dejo a Margarita que dé algunas rupias a quienes se acercan a nosotros pidiendo, muchos; no quiero saber nada de ellos; besa a un par de criaturas, les da su lata de coca cola, dos niñas mugrientas que se le acercan y a quienes yo no hecho caso; quizás su profesión de pediatra le ayude a aproximarse a estas niñas; lo que yo siento hoy es algo que se parece al rechazo, el de que desearía negar la realidad y mirar al mundo como hace la mayoría en Europa o Estados Unidos, como si ese mundo formara sólo parte de un programa más de televisión. Miro la miseria desde mi cuerpo lleno de lluvia. Me hiere esta miseria. Sorteamos una enorme rata muerta, todo es un barrizal, hundimos los pies en los charcos; atravesamos un pequeño lago para sacar dinero en una oficina de Citibank, limpia y pulcra como cualquiera otra de Occidente. Mundo de contrastes. Esta gente famélica cubierta de harapos me rompe hoy el alma.
Estoy excitado, mi organismo debe tener los poros del alma más abiertos que de costumbre, por eso me hiere más la mirada de la persona con la que me cruzo en el pasillo del hotel. Tiene los ojos de los sin pan ni tierra, de los miserables de este planeta. Cuando un momento después entro en los servicios me le encuentro de rodillas limpiando el suelo del retrete con el cepillo; sus pies asoman por la puerta, oigo el violento frufrú de las cerdas contra el suelo; los hilillos de jabón se escurren hacia el pasillo. Los dalits, los parias de esta tierra cuyo sistema de castas sigue perpetuando un régimen que no está lejos de los sistemas esclavistas.
Hay muchos modos de esclavismo. Ayer, unos minutos después de pagar la cuenta del hotel, sube el muchacho que nos había atendido durante tres días, también haciendo de cocinero, y nos dice que el dueño le ha dicho que tenemos que pagar una noche más porque hemos superado la hora del check-out. Cuando me niego y le digo que haga bajar a su jefe para aclarar el asunto, a él se le pone cara de extrema preocupación. Explica que él es un empleado, que gana novecientas rupias al mes, unos catorce euros, por trabajar treinta días durante toda la jornada; cuando le pregunto que qué ha pasado con las cien rupias que le hemos dado de propina un instante antes, contesta que las propinas son siempre para el dueño. Presenta un aspecto tan lamentable y resignado que no tengo más remedio que ir a ver al rajá-jefe bajo cuya férula se encuentra este muchacho. Me revuelve las tripas pero voy a verle. Termino dándole las trescientas rupias que me pide y mandándole a freír monas. Pero antes de desaparecer por las escaleras abajo le dejo bien claro que escribiré a la gente de la Lonely Planet, explicando el comportamiento de su señoría. Di con mucha precisión en el clavo. Desaparecer de las páginas de esta biblia viajera puede ser una catástrofe para el negocio hotelero. No han pasado dos minutos cuando ya está en la puerta de nuestra habitación haciendo el paripé, pero devolviéndonos el dinero que poco antes le había dado. Cuando desapareció todavía tuvimos tiempo de congratularnos con el muchacho -¡qué pena me daba!- Toma, le dije, y le alargué algunos billetes, para ti, y que no se te ocurra dárselos a tu jefe. Quizás tuviera veintidós o veintitrés años, probablemente pertenecía a una casta poco deseable, acaso en una lejana reencarnación se reencarnara en dueño de un hotel, existe la posibilidad de cuando lo hiciera contratara a un chico para todo por mil rupias al mes. Todo muy triste.
Una vez más salimos del hotel. Una anciana y un hombre de edad, ambos con una pequeña hoz en la mano, arrancan malas hierbas; tres, cuatro briznas a la vez; sus aspectos son los mismos que el del limpiador de letrinas, tristes y resignados; son un fondo habitual en todos los jardines de la India. No existe ningún lugar en el mundo con una mano de obra tan barata. Y no lo digas muy alto, porque seguro que te encuentras con alguien que dice: y suerte que tienen... y tendrán razón.
No, no toda India es así, ni todo el mundo islámico es la ignorancia y el integrismo que se puede encontrar en algunos lugares de Pakistán, pero sí, es muy triste comprobar que los pobres sean tan pobres y tan ignorantes, y los ricos tan ricos y tan listos.
No nos extrañemos de que la violencia y el salvajismo aniden en sus almas. Hoy tan míseros y dignos de compasión me parecen los conductores de la ricksaw de esta mañana como el chico del hotel, como el limpiador de letrinas con el que crucé hace poco. Quizás debería añadir que igualmente son dignos de compasión, somos, los ciudadanos de Occidente, los ricos, los prepotentes y sus respectivos estados buscadores de ganancias sin término. Bastaría echar una ojeada y aprender un poco en que consiste esto de la vida, cuáles son las situaciones que nos hacen dichosos y cuáles estimulan nuestros bajos instintos y nuestra rapacidad. Sólo eso. Una sociedad para la que su norte está en el provecho y el poder es necesariamente una sociedad enferma, cuyos individuos no se han encontrado todavía a sí mismos; tampoco lo es una sociedad carente de un mínimo de solidaridad. Tristeza y dolor para llenar muchos carros esto de viajar en ocasiones.
No puedo resistir añadir unas líneas a este post. El jardín de nuestro hotel limita con las instalaciones del ashram de Osho, el gurú más notable del momento en Europa. Este hombre no se andaba con chiquitas en materia de ostentación, cinco Rolls Royce, tenía el barbudo señor, dios y profeta de la modernidad que busca encontrar su camino entre los gurúes. Miro en mi guía: costo de una visita puntual al ashram para meditar un día: el sueldo mensual del chico del hotel de ayer, más la mitad del sueldo del que limpia las letrinas; los niños pagan menos, quince rupias menos que el sueldo mencionado. Un buen dato para todos los amantes y seguidores de Osho, aunque ya dice el refrán: haz lo que digo aunque no lo que hago. Y es que vivimos un mundo de contrastes, sí señor.