Crónica de un día cualquiera

Arusha National Park (Tanzania), 1 de septiembre

Parque Nacional de Arusha. Noche bajo el techado de paja de un porche. Un alto en las laderas desde donde con tiempo despejado se ve el Kilimanjaro, veinte o treinta kilómetros más al norte. Es la noche de la naturaleza sin paliativos: grillos, perros que ladran a lo lejos, animales desconocidos que despiertan con la oscuridad. Noche estrellada; sólo un copete de nubes que cubre la cima del monte Meru más arriba de la ladera de donde me encuentro. El viento ha traído durante toda la tarde cantos que probablemente pertenecen a una comunidad presbiteriana que tiene su iglesia unos cientos de metros más abajo.

Hoy, cuando logré quitarme de encima los servicios no solicitados de un hombre empeñado en solucionarme todos los pormenores del viaje, y salí a la calle con el macuto a la espalda tuve la sensación que empezaba otro viaje por una tierra diferente. La calles de Arusha, que la noche anterior cuando llegué, me parecieron un desierto inhóspito, esta mañana, convertida la ciudad en un mercado, ofrece un atractivo novedoso y lleno de color. Todo se vende en la calle. Muchos hombres llevan sobre el cuerpo una especie de capa de cuadros rojos que les llega hasta los pies. Pregunto. Son masais, me dicen. Coloqué hace unos días un par de fotografías de mujeres masais con sus atuendos típicos; su vestuario se distinguía por una especia de gola (creo que sea el nombre) en forma de amplio plato que les rodeaba el cuello. Una tribu que expresa su orgullo de una manera inequívoca. Cuando en Dar es Salaam pedí permiso a un grupo para hacerles una foto, aceptaron de buen gusto (aunque para mi disgusto las fotografías no salieran debidos a un despiste del fotógrafo). Tras preguntar dos o tres veces di con el dala dala correspondiente (principal medio de transporte en el país, pequeños microbuses en estado casi siempre ruinoso) que me llevaría a Musu, allí another bus, me dice uno de los viajeros. Llevo dos meses usando estos medios de transporte, pero hoy estaba la novedad de encontrarme otra vez solo. El vehículo siempre va completo hasta la bandera. Suben unos músicos con sus instrumentos, la gente se corre hacia un lado, hace espacio donde no lo hay, un inmenso tambor ocupa por encima de las cabezas dos filas de asientos. Trato de retener los rasgos de los rostros, adivinar los pensamientos de esta gente que sube y baja, admirar en ocasiones la cortesía de los viajeros. Si alguien sube con un bulto el primero que ocupa un asiento le toma el paquete sin decir palabra y se lo pone sobre las piernas. A veces son una escandalera de voces y risas estos vehículos, pero hoy no, hoy hay una apretada, pero serena concurrencia; muchos de ellos viajan con la cabeza inclinada debido a la poca altura del techo; otros mezclan sus carnes con el vecino o la vecina; no hay problema, no hay espacio suficiente para que un culo enorme, una tripa de grandes dimensiones, unas tetas abundantes reciban mejor acomodo. Miro fuera, las carreteras de África siempre están llenas de gente; se camina mucho en este continente; tienen cuellos fuertes y robustos, especialmente las mujeres que exhiben una habilidad especial para caminar y sostener a su vez grandes hatos sobre la cabeza.

Llego a Mutu y me acompaña un viajero hasta donde hay aparcados otros dala dala. Se forma un corrillo de unas diez personas. Soy el primer cliente, lo que quiere decir que puedo pasarme allí media mañana hasta que el vehículo lo complete un número suficiente de pasajeros. Hay nueve kilómetros hasta el parque nacional, así que decido hacerlos andando; pero no he hecho más que unos pasos cuando me llaman, un voluntario me lleva por un módico precio valle arriba, un todoterreno al que se le van cayendo los tornillos por el camino. Está nublado. Estreno día de viaje; todo me entra por los ojos como si no lo hubiera visto nunca; el conductor tiene un aspecto rudo y primitivo, pero es atento, ensaya sus pocas palabras en inglés conmigo. Llegamos a las puertas del parque. La mujer que atiende tras un mostrador y yo no tenemos un idioma común; en algún momento aparece un compañero que derrocha paciencia conmigo, o con mis oídos que no logran acostumbrarse a cierto inglés que se habla en estas latitudes, y me explica: entrada al parque: 35 dólares; no puedo caminar solo, necesito la compañía de un ranger, estamos en uno de esos lugares de las películas en donde hay todo tipo de animales salvajes, se necesita a alguien que en un momento pueda defenderte de las garras de un león o de la estampida de una manada de búfalos: 25 dólares por cuatro horas; transporte hasta la puerta superior del parque, 16 kilómetros: 20 dólares; llaman para reservar una habitación en un hotel, el más barato: 90 dólares; el precio de la comida arriba, con parecidos precios; transporte de vuelta al día siguiente: otros veinte. Saco el boli y echo cuentas del capricho de pasar una noche allá arriba y caminar cuatro horas por Arusha National Park: unos trescientos dólares. Le largo una bonita sonrisa de agradecimiento al empleado que me ha atendido y vuelvo sobre mis pasos. Junto a los paneles de presentación veo la indicación de un camino: diez minutos, pero cuando termino de leer, una observación en letra grande: es necesario ir acompañado por un guía. Uf, demasiado. Sabía que esto de los safaris era una cosa un poco cara, pero... para la próxima vez que quiera ver animales me voy al zoo de la Casa de Campo de Madrid.

El problema es que todo es así en todos los lados, y el viajero, que es un empedernido solitario al que le gusta caminar, pararse, o echar la meadita sin que nadie le esté esperando, pues eso... que no. Y lo peor es que en el monte Kenya, un proyecto que ya hace muchos años le anduvo rondando por la cabeza -aquellos tiempos gloriosos en que soñaba con los Alpes, el Himalaya o algún pico andino- va a haber más de lo mismo. Hay un problema de incompatibilidades: si tienes dinero no tienes tiempo, y viceversa, si tienes tiempo es probable que no tengas demasiado dinero. Lo uno o lo otro; y yo naturalmente prefiero tener tiempo; así que a arroparse un poco con la congruencia de la que hablaba ayer y a obrar en consecuencia.

Sigamos. Me bajo por la carretera a tomar el pulso a los alrededores; tres posibilidades de alojamiento; medio rango dicen aquí: un bungalow, un lugar precioso con vistas a las montañas. Me doy el capricho y me quedo, tampoco está mal darse un capricho de vez en cuando. ¿Y qué más, además de una suite, un porche, una buena comida y una enorme cerveza?: Este rato que pasé después de la cena meditando sobre mi futuro inmediato tras haber dado un repaso exhaustivo a lo que dice la guía sobre el norte de Kenya y Etiopía. Viajes en convoyes en la zona septentrional para minimizar el asalto de los bandidos; desaparición de transportes públicos más arriba; un kilo de vacunas para atravesar el siguiente país, fiebre amarilla, cólera, hepatitis, tifus, malaria... luchas armadas en Gambela, el único lugar de paso, parece, hacia Sudán; un panorama tan sombrío que en poco tiempo decido que mejor tomo un avión en Nairobi y vuelo a El Cairo. Eso me alivia. Mientras tanto me voy a cenar. El negocio es de un italiano, el dueño no está pero los empleados chapurrean el italiano y hacen una comida, italiana, exquisita. Hace fresco; junto a cada mesa hay un brasero; la semioscuridad está alumbrada por una vela, todo muy romántico; en la mesa próxima se sientan dos parejas de Oslo, charlamos, están cansados, bajaron esta mañana de la cima del Kilimanjaro. La cena: crema de zuchino –calabacín-, un rico pescado procedente del lago Victoria y unos bollos que me recuerdan a otros que hacía mi madre en Navidad cuando era niño. Me despido de los noruegos, saco un sofá de mimbre de la habitación y lo instalo en el porche; apago la luz y la noche cae sobre mí como un regalo. Vuelvo a pensar en mi viaje... tres días para seiscientos kilómetros entre la frontera de Kenya y Addis Abeba, y eso si hay suerte y encuentras a un camión que te lleve... vuelvo a darle vueltas a las dificultades: fiebre amarilla, cólera, tifus, hepatitis, permisos sin número... Pero claro, ya me pierdo la famosa curva del Nilo, y los problemas... que son la sal de la vida (porque a ver cómo iba a ser la vida si uno no tuviera un problemita que resolver de vez en cuando...)... y me quedo ya con la intriga para toda la vida, porque seguro que ya no voy a volver a esta parte del mundo... Uf... creo que lo primero que haga pasado mañana cuando me despierte en Nairobi sea ir a la embajada de Etiopía a ver qué me cuentan allí.

Poco más hoy. Se estaba muy bien con la luz apagada oyendo zumbar a los mosquitos entre el ruido que viene del bosque, pero se me ocurrió que hoy no había escrito nada y me dio por ir a buscar el ordenador y empezar a escribir. Salió esto.

Buenas noches.

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