Nairobi, 3 de septiembre
Por la mañana, una hora casi fresca para caminar por las calles de Nairobi, paseando mi ocio por una sorprendente ciudad de anchas calles y elevados edificios, forzadamente tranquilo, no tenía otro proyecto encima que intentar olvidarme de este desconcertante contraste entre la Kenia rural que veía ayer y la bella ciudad moderna en la que amanecí; veía lo fácilmente que uno se siente inducido a formar opiniones inmediatas. Esto no era un tercer mundo ya; ni mucho menos. Los contrastes animan a dar respuestas inmediatas y a ejercer una crítica acaso precipitada. Era una sensación. Y quizás junto a ella, al reconocer en los transeúntes personas nada diferentes a nosotros mismos, sentía el malestar de cuando uno no es capaz de determinar el origen de una dolencia. Parece como si nuestro cerebro hubiera de tener las cosas definidas, manejar conceptos de perfiles más o menos precisos, para sentirse medianamente cómodo dentro de la realidad por la que transita. Algo de eso empezaba a ver yo en mis argumentos últimos; igualmente ahora no me resultaba creíble que todo ese retrato robot de la sociedad africana que yo había leído en los libros fuera del todo consistente. Era persistente esta idea mientras esta mañana trabajaba en un ordenador de un cíber: oír conversaciones, comprobar el trabajo de otros usuarios, la cortesía y los modos de relacionarse... Ese libro que leí últimamente, Africa camina, la instrumentalización del desorden, por ejemplo. ¿De qué África hablan los libros? Los libros no pueden hablar de todo a la vez; se mueven en torno a tendencias generales; de la misma manera que el Nairobi de esta mañana no tiene absolutamente nada que ver con el mundo rural que se extiende al sur de Kenia de ayer, puede suceder que los libros hablen de realidades que guardan escasa relación entre ellas. Acudiendo a un ejemplo, no parece que la gente con la que me tropiezo hoy en Nairobi pertenezca, puestos a establecer criterios de geografía humana, a un ámbito social diferente al que pertenecen los vecinos del centro de Madrid. Los criterios que se usan al referirse a los africanos, ¿a qué africanos se refieren? Porque es obvio que tanto en Harare, la capital de Zimbabwe, como en Dar es Salaam, o en Ciudad del Cabo existe una población urbana culta y tecnológicamente preparada que nada tiene que ver con el resto del país. Y yo, relacionado en mi viaje prioritariamente, acaso, con una población menos educada (y no sólo eso, sino muy rudimentaria y primitiva en ocasiones), me encuentro hablando de África como un todo, cuando en realidad hablo de una determinada parte de África.
Es también la incapacidad de resolver un problema muy complejo que acaso requiere respuestas muy matizadas; y teniendo necesidad de respuestas se sufre la tentación de con las prisas hacer una improvisación parcial o poco fundamentada. El otro día, ante la presión de la visión de tantas mujeres embutidas en un sadhor e imaginando todo lo que ello significa para la vida de una mujer musulmana, me salió decirle a Victoria, que ese Mahoma era un gilipollas, Mahoma o sus interpretadores. Era una respuesta visceral ante el desconcierto que una visión medieval de la mujer producía en mí, y que se asienta precisamente en su doctrina; evidentemente Mahoma no era un gilipollas, de la misma manera que no lo eran San Pablo y todos los primeros padres de la Iglesia que hicieron de las palabras y del espíritu de Jesús un galimatías de preceptos; sin embargo ¿cómo expresar lo absurdo con el énfasis necesario, cómo argumentar, en el caso de que uno fuera capaz, todos los largos caminos que terminan en ese drama femenino, del que probablemente la mayoría de ellas no son conscientes? Hay cosas que claman al cielo, y que aparecen ante los ojos con tanta evidencia que a uno no le sale andarse con paños calientes.
Tampoco una conversación o unas líneas en un blog son una tesis doctoral; hablamos desde nuestros conocimientos y nuestra experiencia, cada uno desde los suyos, y eso ofrece riesgos; uno opina y al día siguiente siente que algo no funciona en sus palabras... han faltado matices, el principio de generalización se ha disparado y se siente cercano a la crítica de Stevenson cuando hablaba de alguien que “como todos los ignorantes” caía con frecuencia en generalizaciones precipitadas. Ese es mi malestar hoy ante alguna interpretación que pueda ir haciendo de las realidades que atraviesa mi viaje.
Y le sucede algo parecido a mis fotografías, a los retratos; muchos de ellos son el reflejo de la parte más dolorosa de estas tierras. Pero se trata de las fotografías posibles, momentos peculiares en que se establece una camaradería en un autobús y los viajeros se prestan a ser fotografiados; o instantes en las calles de un pueblo donde los vecinos o los niños ponen de manifiesto su curiosidad frente a los viajeros; o circunstancias en una zona turística que se ha habituado a estos hábitos de los turistas de fotografiar todo lo que pillan por medio. ¿Cómo voy a fotografiar en las calles de Nairobi a la gente corriente?; ¿puedo fotografiarle, le digo a alguien que está en la cola del cajero automático?; ¿may I take your picture?, solicito del ejecutivo que me atiende en el banco, del dueño de la librería frente al hotel?
El grupo de españoles con el que me encontré el otro día en la oficina de inmigración de la frontera entre Tanzania y Kenia ni siquiera tendrían este conflicto, porque para ellos África no eran ni el mundo rural ni este otro urbano del que hablo hoy; para ellos África era un minibús todoterreno que les llevaba y les traía desde un parque nacional a otro, de un hotel de aquí a un hotel de allá, de una tienda de souvenirs a un espectáculo acullá preparado expresamente para los turistas. Así que tres Áfricas, la urbana, donde las élites y la buena educación son la norma, la rural y la de los suburbios, y aquella otra que es la que visita el turismo internacional: el África de los parques nacionales.
Así que mi malestar de hoy, a punto de marcharme de este continente, es el no ser capaz de llegar a una síntesis de aproximación después de dos meses de viaje y de lecturas. Podría haberlo hecho en lugares como Zimbabwe, donde ciudades como Harare, un lugar de apariencia moderna, pero dislocada, con las tiendas vacías, con largas colas para el pan, guarda cierta relación con el resto del país, un país tomado bajo la mano de hierro de la dictadura de Mugabe; una economía fallida dentro del experimento socialista, pero me es imposible hacerlo con Nairobi, donde hay de todo, abundan los bares, los pubs, la gente trabaja y se divierte, reina la misma apariencia de una gran ciudad occidental. Soy incapaz de poner en relación estas dos poblaciones tan diferentes; ¿qué resultará, qué lectura puede hacerse, qué futuro cabe esperar de un país con dos realidades tan dispares? Quizás el futuro sea la consolidación del ghetto y África pueda seguir creciendo y modernizándose mientras el medio rural y los suburbios permanecen a cientos de años de distancia. Esa era la impresión viendo a los hombres y mujeres masais junto a la carretera, sentados a la sombra sin hacer nada, o cuidando el ganado, o caminando por los senderos de tierra roja camino del poblado próximo. Frente a una existencia en la que el tiempo carece de significado, otra diferente que está hecha de trajín, formación y laboriosidad. Como hablar de dos continentes diferentes. Y dentro de ello, la esperanza de si el segundo crece discretamente bien, exista la posibilidad de que algunas migajas lleguen al primero. Una exigua esperanza; frente a los cincuenta metros que separan una papelera de otra en las calles de Nairobi, están los riachuelos de excrementos y aguas residuales que corrían ayer por las calles del pueblo en donde el autobús hizo una pausa.
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