Nairobi, 4 de septiembre
Le cogí gusto a un restaurante desde cuyo primer piso, a través de una gran cristalera, puedo mirar la calle. Hay gente joven, algunos ríen a carcajadas mientras saborean un helado con copete. La risa.
También reía hoy un hombre-cartel que denunciaba la corrupción en una concurrida calle del centro de Nairobi. No era el aspecto bronco y serio de los acusadores, sonreía mientras exhibía su cartelón en verde fosforito que llamaba a erradicar la corrupción del país. Admirable humor. Buenos arrestos para dedicar el tiempo, de esa manera tan peculiar, a tratar de erradicar esta terrible enfermedad africana.
Hay culturas que ríen menos; en África se ríe bastante, por cualquier nadería un pasajero puede hacer la vida agradable al resto de los viajeros durante todo el trayecto. Algunos, además, hablan sin parar. Me gusta; ellos, ellas, ríen; a mí me sale sonreír. Me eché a la calle tarde después de hacer un recorrido por el material que me había dejado Victoria sobre el continente. La Wikipedia se ha convertido en una buena suministradora de información actualizada. Caminar por la calle como quien lo hace por un paisaje atractivo lleno de curiosidades. Hombres y mujeres que se encuentran y se dan la mano, se abrazan, se muestran relajados y receptivos, charlan. Ayer hice una reserva para el primer vuelo con Atenas que tuviera plazas disponibles. Me dirijo a la agencia. La lista de espera ha funcionado bien; cuando entro por la puerta de Egyptair la señorita me llama por mi nombre: hay un vuelo para la próxima madrugada; así que mañana al mediodía estaré en Atenas. Salgo de la agencia con el billete en el bolsillo. Me abren la reja. Las medidas de seguridad son ostentosas por todos los lados. La policía cachea en algunos autobuses a los pasajeros antes de subir al vehículo. Una ciudad moderna no implica que todos tengan acceso a los mismos recursos, el principio de redistribución está a la orden del día también aquí.
Reír. ¡Qué gozo oír reír! Despreocupada relajación; uno se siente más parte del mundo común riendo. A mí me gustaría reír mucho más. La chica que se sienta frente a mí se come un helado mientras espera a alguien. Al final se ha decidido a llamar por teléfono a ese alguien; no está enfada, todo lo contrario, suelta su risa cuando el otro contesta; no se ha disculpado por la tardanza, simplemente le ha contado algún chascarrillo... y naturalmente ella, cuyos ojos dicen que está enamorada, ríe como una tonta a la voz que le viene del móvil. Los enamorados son un espectáculo para los ojos.
Junto al bienestar de la risa siento que me viene un poema. Le atiendo, digo a estas líneas: esperad un momento, ahora vengo. Me voy con los versos; nada risueño lo que va saliendo. Qué le vamos a hacer. No soy yo el que escribe, sino ellos. Yo sólo les escucho, escribo al dictado, veremos. Mientras lleno un par de folios, de tanto en tanto descanso la vista sobre un grupo cercano, mujeres jóvenes; comen sorbetes de fresa, se fotografían abrazadas; una de ellas planta un beso en la mejilla de su compañera; las otras ríen. Vuelvo a mis versos, que hablan de temas serios, esa línea del horizonte que hay en alguna parte y que no vemos, la urdimbre de que estamos hechos, ese sentir de continuo que uno no sabe donde tiene los pies, esa presión interior que nos dice que el que no tiene dios debe inventarlo; acaso buscando entre los rostros de la calle ese destello de infinito que en algún momento lleva a la emoción a reconciliarse con el mundo, a buscar en los otros nuestro propio reflejo huérfano. De todo esto tiene la culpa la risa que hoy encontré desperdigada aquí y allá en las calles de Nairobi; un buen final para cerrar este cuento. Mi paseo por África concluyó.
Hasta la próxima.
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