Un hotel muy especial

Nairobi, madrugada del 5 de septiembre


Después de la primera noche en el Alfa Hotel, de Nairobi, pedí una habitación menos ruidosa e inmediatamene me llevaron al segundo piso, al fondo de un pasillo en donde los pasos, tras atravesar una nueva puerta de barrotes de hierro, sonaban como en una penitenciaría de lóbregos pasillos. La habitación del fondo a la derecha tenía buena luz y daba a un estrecho callejón; en ella apenas había espacio para la cama, para mi macuto y para un cubo y gran barreño llenos de agua indicaban de entrada la posibilidad de cortes de agua. No quise pensar en ello. Tenía luz y un enchufe. De momento era suficiente. Luego, por la tarde, descubrí que no había agua en el lavabo y que la luz atravesaba a duras penas la suciedad de los cristales protegidos por una malla metálica de delgadas varillas de hierro oxidado. Efectivamente, el ruido era algo menor que el de la noche anterior, pero no mucho menos. De madrugada me despertaban continuamente las voces esporádicas de la calle, y cuando empezó a amanecer ya fue imposible intentar dormir. El agua de la ducha había golpeado durante toda la noche con un plaf plaf contra el suelo que recordaba esa obsesión con el tic tac del reloj en alguna película de Bergman; quizás se tratara de El manantial de la doncella.. Imposible eludir el sonido, más bien era un ejercicio continuado de espera; la gota demoraba unos segundos y entonces caí sonora sobre el pavimento produciendo un sonido seco. Cuando la calle estuvo llena de transeúntes y vendedores, empezó a sonar una música pegadiza que se repitió durante toda la mañana sin variación alguna; no me molestó hasta que no fue consciente de su reiteración; entonces empezó a resultarme tan molesto que a punto estuve de dejar lo que estaba haciendo para ir a buscar en la calle un lugar donde continuar con mis lecturas. Pero paró. Sin embargo aquello no duró mucho; al poco rato, de improviso, empezó a oírse una voz desde una megafonía cercana con un volumen que habría hecho imposible entenderse a dos personas que estuvieran hablando en la misma habitación. Era una voz enfática pero monótona, sin curvas tonales, sin puntos de inflexión, la de alguien cargado de la rotunda verdad de la fe; una voz gruesa de mulá o acaso de un político dispuesto a convencer a la audiencia con la potencia de sus palabras. Lograba aislarme en algún momento, pero la voz traspasaba las paredes como un televisor con el volumen al máximo. Luego, cuando decidí que no podía seguir martirizando a mis oídos y salí al pasillo, comprendí que la voz no venía de la calle sino del mismo interior del edificio. ¿Un televisor? Un televisor no llegaba a esos decibelios. Mientras esperaba a que me abrieran la reja, después de accionar un pulsador a la derecha de la puerta, pensé que aquello no podía ser otra cosa que una arenga. Doblando el pasillo a la izquierda atravesé junto a dos largas habitaciones acristaladas en donde diversos grupos de hombres celebraban algún tipo de reunión. Parecía difícil que pudieran entenderse en medio de la voz atronadora que venía de la megafonía, ahora con toda seguridad procedente de algún local próximo. Bajé la escalera. Acaso era algún acontecimiento político o religioso importante retransmitido por televisión o radio. Cuando atravesé el hueco de una escalera que partía frente a la carnicería del primer piso, no me quedó la menor duda de que sólo una reunión multitudinaria allí arriba podía justificar la voz acalorada e intimidatoria de lo que yo pensé era un mulá exhortando a los fieles con los requerimientos de la fé islámica. Salir al ruido de la calle fue descanso.

A la caída de la tarde, de vuelta al hotel, Rosa, la “guardesa” del piso superior, una mujer de edad de mirada inquietante y aspecto desgreñado, no dudó en pedirme algún dinero; para una soda, decía; y como le diera unas monedas que no le parecieron suficientes, después de contarlas se fue detrás de mí para que le completara la cantidad requerida. Ello dio pie para que bromeara con ella. Salgo a las dos y media de la madrugada para el aeropuerto, dos y media... ¿no problems? Ella asintió: ok. Tendría que tener preparada otra propina por sacarla de la cama a esa hora intempestiva. Cuando a las dos y cuarto dejé mi habitación, al fondo del pasillo había un hombre dando tumbos de una pared a otra del corredor, caminaba como intentando atinar a meter su cuerpo en el hueco del pasillo que tenía delante sin darse de bruces con el suelo. Logró llegar hasta la esquina. Hice sonar el timbre para que vinieran a abrirnos la puerta de hierro; mientras tanto, al otro lado, tras el hueco superior de una puerta también con barrotes de hierro, miraban dos mujeres insistentemente. Sentí una mano en el hombro al mismo tiempo que un amistoso ¡jambo!; ¡jambo! le contesté. La curda que llevaba encima apenas le permitía articular correctamente algunas palabras. Él era un seguidor del Barcelona. Las mujeres de enfrente investigaban la posibilidad de un cliente. Rosa estaba contenta, su venida, procedente del piso inferior, venía precedida por el tintineo de las llaves y por su propia voz que decía algo ininteligible. Tuve que saludar casi con una disculpa a las mujeres de enfrente, algo así como diciendo, lo siento, no tengo tiempo. Al doblar el pasillo a la izquierda, me di de frente con otra de las prostitutas, una mujer gruesa que parecía dispuesta a irse a la cama después del trabajo de la media noche y que sostenía un cigarrillo en la mano izquierda. El taxista me esperaba ya en el rellano del primer piso junto a la carnicería. La ciudad, después de abandonar el centro, se convirtió en un oscuro laberinto de calles oscuras y silenciosas. El conductor no abrió la boca hasta que no llegamos a las proximidades del aeropuerto; era un hombre tímido y servicial. Me dejó frente a la puerta principal.

Cuando fui a recoger mi macuto que habían depositado en la cinta transportadora del scaner, al otro lado me encontré con el empleado que dormía a pierna suelta. Una hora intempestiva para coger un avión; debería estar prohibido poner la salida de un avión a las cuatro o cinco de la mañana. Salvo el policía que me recogió el pasaporte y cuatro o cinco empleados más, todo el mundo dormía; unos a pierna sueltas sobre el suelo de los duty free shop y tiendas de regalos, otros simplemente recostados sobre el mostrador; algunos pasajeros había escogido un rincón junto a la puerta de embarque para estirarse todo a lo largo sobre el suelo. Fue en las cercanías de una de estas puertas donde me encontré con Kenzuburo Oé y su familia.

En realidad esto de escribir y que las palabras aparezcan en la plaza pública me parece a veces un desafuero. Me propuse dejar de hacerlo varias veces porque me creaba dependencia; lo ensayé por un tiempo allá cuando andaba por Malasia o Indonesia, pero me surgió la duda, porque aunque me creara dependencia también era cierto que ello mismo creaba una disposición en mí hacia un trabajo que de otra manera casi con seguridad que no se hubiera llevado a cabo. Aquello que cite de Brancusi en cierta ocasión de que más importante que el empeño de crear era el poner al cuerpo en condiciones de... Y mi cuerpo, sea por las circunstancias del viaje o por cualquier otra razón, la verdad es que sí parecía estar en estado de buena esperanza; por lo cual habría sido una lástima desaprovechar la ocasión.

Hoy, de madrugada, en un asiento cercano a la puerta de embarque del aeropuerto de Nairobi, cuando daba vueltas a estos asuntos y volvía a plantearme la posibilidad de abandonar nuevamente esto de los blogs, tuve un muy curioso, y afortunado, encuentro. Por el pasillo que daba acceso a la sala de espera de mi vuelo a El Cairo, delante de mí, avanzaba un joven propulsando su silla de ruedas, seguido por un hombre de andar tranquilo, seguro y de una elegancia sencilla que caminaba junto a una mujer menuda de baja estatura. Se trataba del matrimonio Oé, el escritor y premio nóbel japonés, Kenzaburu Oé, acompañado por su esposa e hijo. Recordaba sus rostro en la contraportada del libro suyo que leí el año anterior, y la especial relación con el hijo minusválido; una agradable sorpresa que tenía relación con lo que pasaba por mi mente en aquellos instantes. No recuerdo el titulo del libro, una obra densa que recreaba la memoria del autor y la del señor Gili, un tío suyo enamorado de la obra de Dante. Un retrato realista que el autor enfrentaba sin muchos afeites, con una crudeza que obligaba con frecuencia a detener la lectura para apreciar más detenidamente lo que se estaba leyendo.

Después de todo, como tantas veces, la realidad no sólo podía igualar a la ficción sino que la superaba sobradamente. Una discusión que he mantenido frecuentemente a veces con mi amiga Marisa, ella partidaria de la ficción neta y yo defensor de reflejar lo que las pulsiones y experiencias personales me ponen delante. Kenzaburu hace lo uno y lo otro en diferentes obras, y aunque no conozco más que su obra autobiográfica, de volver a coger otro libro de este autor, creo que preferiría buscar de nuevo el rastro de su propia memoria a leer sus trabajos de ficción. De momento mi capacidad para la ficción sigue varada; quizás estos días haga algún ejercicio de estilo diferente mientras merodeo por las islas griegas.

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