Déjate llevar

Nairobi, 2 de septiembre

Déjate llevar por la música, decía ella, una noche de farra bajo el cielo estrellado de Allepey, al sur de la India. Ella percibía mi envaramiento; el de los tímidos en muchos encuentros sociales. Y de verdad que lo intentaba; bailé incluso un rato, pero miraba con envidia la soltura de los otros. Yo me dejaba llevar sólo un poco.

Déjate llevar; me lo digo muchas veces. Pero... en realidad si es que me dejara llevar no saldría apenas de mi cubículo de caracol. Sin embargo, hoy me estoy dejando llevar; es como si me estuviera despidiendo de África. Creo que estoy empezando a echar de menos signos de otras culturas después de cinco meses; cambios de ritmo, como decía ayer. Ha sido una excelente experiencia pero África es muy dura de viajar; cansa; necesito un cambio de aires, echo de menos eso que puede llamarse el entorno cultural de Occidente; el sofisticado mundo de nuestra cultura milenaria, nuestro cine, nuestro teatro, nuestra música, nuestra bien organizada sociedad... que como tantas veces no apreciamos de la misma manera que no se aprecia el bosque metidos entre los arboles.

Un día de estos habré de escribir algo más sobre esto, Agradecimiento, lo podré titular, agradecimiento a todos los que nos precedieron en el planeta e hicieron posible que hoy podamos disfrutar del grado de cultura y civilización que tenemos; que muchas veces olvidamos; que nada se hizo solo en el mundo, y que lo que media entre, pongamos por caso Malawi o Zambia y un país europeo, es eso, acumulación de trabajo y empeño, grandes dosis de creatividad desarrollada briosamente durante siglos. Hay un dicho aquí que reza: Una generación planta un árbol y la siguiente disfruta de su sombra. Todos plantamos árboles pero a la vez disfrutamos de una sombra milenaria bajo la cual nació y se desarrolló nuestra cultura. Ahora que parece que estoy cada vez más cerca de Grecia, ¿cómo no considerar que la Grecia Clásica hace más de dos mil años estaba mucho más adelantada que la mayoría de los estados africanos actuales? Grandes plantadores de árboles, un enorme vivero de donde nació nuestra espléndida cultura. No basta saberlo, hay que andar lejos de casa una larga temporada para sentir en el cuerpo esa necesidad compulsiva de agradecimiento. El otro día nombraba aquí a Julius Nyerere, el padre de este gran país, Tanzania, y de cuya mano empezaron estas tierras a crecer poco a poco. En el mundo de las emociones suceden a veces cosas realmente extrañas; cuando visité, por ejemplo, en el Museo Nacional de Dar es Salaam, en determinado momento sentí nuevamente que se me humedecían los ojos. Ya me había sucedido en el museo de Soweto, en Sudádrica. Ahora era la figura de este hombre, Nyerere, un gran símbolo, con Nelson Mandela, de lo que la inteligencia y la honradez es capaz de crear... a diferencia de la mayoría de los otros países africanos que viven en una miseria medieval en gran parte debido a que su clase dirigente desarrolla virtudes opuestas a las que ejercieron estos dos estadistas. Imagino que las raíces de mi emoción bebían el agua de la solidaridad que embarga a cualquier ser humano cuando las fuerzas del bien terminan abriéndose camino entre la miseria, sea esta el apartheid, o el afán de poder y dinero.

Así que hoy mi agradecimiento nace del contraste entre este mundo y el de aquel otro al norte del Mediterráneo; el contraste entre un mundo rudimentario y en ocasiones bastante salvaje e inseguro y otro mucho más sofisticado, con grandes posibilidades para que en él podamos desarrollar nuestras facultades. Ese mundo hacia el que hoy me dejo llevar inevitablemente... con ganas, deseoso de confirmar mi pertenencia a él. Viajar es esa distancia necesaria entre los amantes que hace que tras la ausencia nuestro amor, nuestro afecto sea más ardiente, más agradecido, sepamos reconocer mejor el valor de lo que tenemos...

Déjate llevar. Esta noche un pub-restaurante de una bulliciosa calle de Nairobi. Cerca de las once de la noche. La música de los pasillos deja las voces reducidas a un lejano murmullo de fondo, un ritmo compulsivo de batería. No pienses, no cuelgues lo que oyes o ves en ningún pentagrama valorativo. El autobús en que viajaba paró en una calle que parecía un río de gente y decidí bajarme. Me metí en el primer hotel que encontré; unas escaleras estrechas; subo, y donde debía estar la recepción, en el primer piso, me encuentro con una carnicería tras unos barrotes de hierro, música a tope, a la izquierda un pasillo da a un pub, más adelante un bar; giro a la derecha y me topo con una puerta de hierro en cuyo tercio superior se abre un ventanuco rectangular de un palmo de ancho; la música no me deja oír el precio de la habitación que pronuncia desganada una mujer repantingaba indolentemente al otro lado de la puerta. Pasillo adelante se abren dos locales mas, el corredor desemboca en un amplio espacio que parece un restaurante. Creo que me quedo, voy a ver en qué consiste esta caja de Pandora en la que me he metido. Para llegar a mi habitación hay que traspasar una reja como las de la cárcel. Extraño lugar. La encargada abre la puerta y la vuelve a cerrar tras de sí. La habitación: como las que le gustan a cierta amiga, con la pátina del tiempo, oscura, un poco tétrica, llena de un terrorífico ruido de tráfico y voces. No, a las diez de la noche no voy a buscar otra cosa.

Salí a la calle de inmediato. Una espesa aglomeración y un olor a gasoil que se masca. Los minibuses se amontonan en doble fila voceando destinos entre el enmarañamiento de los peatones. Estaba de vacaciones, así que anduve errático dejándome llevar con las manos en los bolsillos mirando a mi alrededor este mundo de trajín de rostros oscuros que me salía al encuentro después de haber decidido a lo largo del trayecto de hoy que en Nairobi iba a acabar mi viaje africano. Desde el desayuno no había probado bocado, así que me metí de oído –más música a tope- en uno de los locales que servían comida.

Estoy cansado de África, ¿por qué iba a negarlo?. Habría preferido atravesar Etiopía y Sudán, pero creo que para esta ocasión tengo bastante. Ayer tuve que defenderme de dos ladrones que intentaban abrirme el macuto grande en plena calle; uno, por delante, enfundando una ancha sonrisa con el my friend en la boca y la palmadita en el hombro, el otro, por detrás desvalijándome. ¡Admirable el arrojo que tienen! En plena calle, en medio de la anuencia de los transeúntes, que parecían mirar aquello como si de un espectáculo festivo se tratara. El que quiera diversión, que se venga a África, aquí no le va a faltar. En esta ocasión no me excitó el percance lo más mínimo; me sentí aburrido y algo apático teniendo que vigilar mis pertenencias minuto a minuto; aburrido quitándome de encima toda la mañana a los buscadores de propinas.

Luego, el autobús volvió a estropearse; deambulé haciendo algunas fotos en un lugar misérrimo. Los masais están desperdigados por toda la región, se les ve junto a sus ganados apoyados en un largo palo; los lóbulos de sus orejas cuelgan tres dedos por debajo de lo normal, deformados y formando una oquedad de varios centímetros. Visten sus trajes típicos, adornos de cuentas de colores en orejas, muñecas y tobillos. El personaje con el que me encuentro, éste que aparece en la fotografía, se deja fotografiar, pero me mira con la indiferencia de quien tiene a un extraterrestre delante. Las calles hedían, recorridas por el arroyos de las aguas residuales. Los pueblos están sucios y llenos de basura. No quise fotografiar nada de aquello. Sí hice unas tomas del autobús, verde, y de un contenedor rojo que me parecieron enormes flores vistosas en medio de un estercolero. Mientras fotografiaba a un hombre y a unos niños se hizo corro a mi alrededor; veinte personas observaban mis preparativos y seguían las indicaciones que daba a mis modelos improvisados. Sonreí bobaliconamente a la concurrencia, hice un gesto de agradecimiento a mi retratado y me escurrí de allí. Me dirigí al fondo de un descampado en donde se sentaba un grupo de ancianos. Sus miradas adustas y poco amigables me podían haber proporcionado una buena colección de retratos, pero me pidieron dinero tan desabridamente que en mí pudo el rechazo más que mi afición de fotógrafo; cosa de la que me arrepentí después. Un par de euros me habría dejado la notable fuerza de unos rostros carcomidos por el tiempo y la desidia.

Anoche me dolían los ojos y dejé estas líneas para terminarlas a la mañana siguiente. Tampoco debe ser bueno someter al cerebro a tan continuados estímulos; eso pienso esta mañana nada más despertarme, un decir, porque el ruido de la calle es tal que apenas tengo sensación de haber dormido. Mi necesidad de dejarme llevar es hoy más apremiante incluso que ayer. Dejarme llevar hacia otras latitudes. Hoy después de desayunar lo primero que haré será hurgar en Internet a ver para a donde encuentro un vuelo.


(Desde el ciber ya, tendria que a;adir para ser coherente con lo anterior, que el centro de Nairobi no pertenece ni a Kenya ni a Africa; lo que ayer era un basurero hoy son las calles de una ciudad como cualquier capital de Europa)






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