Ecuanimidad

Ciudad del Cabo, 16 de julio

Acceder a la historia de los pueblos sentado junto a la ventana de una habitación en un último piso de un céntrico hotel de Ciudad del Cabo desde donde se admira la bella silueta de los rascacielos, a contraluz de un atardecer ya avanzado, me trae hoy una disposición a la ecuanimidad no muy frecuente en mí cuando se trata de hacer un repaso a la historia colonial de los últimos doscientos años. Pienso en esa palabra, ecuanimidad, y en la difícil tarea que el vocablo evoca. Ningún pueblo colonizador -o invasor que sería un término más apropiado- se libra de tener en su curriculum el exterminio de muchos millares de nativos allá donde fuere la tierra en donde se aposenta; sin embargo la brutalidad de la ocupación japonesa en todo el área del Pacífico e Indochina, o el modo en cómo los holandeses utilizaron Indonesia como si fuera una simple plantación, se matiza en otras naciones, que de un modo u otro sí hicieron una aportación más o menos importante a la economía o entorno cultural de las zonas colonizadas.
Paseando por las calles de las ciudades de este país, habría que ser ciego para no llegar a ver inmediatamente la gran diferencia que hay entre la población blanca y la negra. Para nosotros, herederos de una cultura democrática ya antigua, el asunto del apartheid es algo que produce retortijones de tripa sólo pensar en ello. Pero no es muy diverso a otras situaciones en donde las diferencias raciales no son tan notables. Recuerdo, cuando visitaba algunos museos de los países andinos, ese gran quiebro allá por 1492, al pasar de una sala a otra, en la mayoría de los casos una cultura en las cercanías del neolítico (en otros casos no tanto debido a los incas) daba lugar directamente a los tiempos del Renacimiento europeo. Los pueblos andinos habían dado un salto en el tiempo de miles de años y habían aterrizado de golpe en el otro extremo, muchos siglos después, cargados con sus herramientas y armas paleolíticas. En África no fue muy diferente. ¿Son los hombres y mujeres de raza negra, considerados como entorno, posibilidades, cultura, igual que aquellos otros, hijos de una cultura milenaria? Está claro que no; ni las posibilidades, ni la cultura, ni la preparación técnica son iguales. También los cholos y cholas de La Paz, en Bolivia, son diferentes; y la gente que viven en los arrabales de Lima; o los yanomanis que habitan el interior de la selva del Orinoco. Les quedan generaciones todavía para alcanzar un status que se parezca al de Occidente. En Ciudad del Cabo los mendigos son negros, piden monedas, hablan de Mandela; ¿cuándo los hijos de estos mendigos podrán graduarse en una universidad?
Hay una pregunta quizás oportuna: ¿Sin la feroz rapiña, sin la extorsión de unos sobre otros, sin el aprovechamiento de los más capaces sobre los más débiles, como es el caso en las ocupaciones de todo tipo -y dado que el espíritu de alma caritativa es un producto que raramente crece en los huertos del mundo “civilizado”-, habría sido posible el desarrollo, poco o mucho, que han alcanzado en la actualidad los países de este continente?
Intentar ser ecuánimes puede pasar por acercarse a estos problemas con un poco de realismo, quizás más humildemente dispuestos a reconocer el lado positivo de la brutalidad occidental; hasta las masacres de Pizarro, de Cortés, los desafueros de Magallanes en Filipinas podrían ser vistos con el grado de bondad de quien estima que el mundo no cambia ni progresa de la mano de la filantropía, sino más bien bajo la tutela del renegrido egoísmo. Porque suponer que tanto ferviente creyente -absolutamente todos los colonizadores, al menos nominalmente, lo eran- debía usar de la caridad más que de la codicia, es algo que habría estado en contradicción interna con ese amasijo de mentiras que viven como los gusanos dentro de la parafernalia del cristianismo. También está por otra parte esos personajes históricos que teniendo tras de sí un reguero de exterminio no dejan por ello de ser admirados fervorosamente; aquella devoción, por ejemplo, de Fabrizio, el personaje de Stendhal en La cartuja de Palma, cuando recorre enfebrecido los campos de batalla de Waterloo tras el rastro de su admirado Napoleón. No sólo admirado, sino que sirvió como eficaz transmisor de la cultura y del progreso, de las ideas de la Revolución Francesa. También hay quien dice que las guerras son necesarias, que despabilan a los pueblos. Quizás fuera necesaria tanta barbarie para llegar donde llegamos, y sin justificar la barbarie tengamos que echar mano de la ecuanimidad para entender que las cosas no pudieron ser muy diferentes de cómo fueron, pese a nuestra necesidad de encerrar dentro de la moralidad los hechos históricos. También una parte de la lectura del apartheid podría hacerse desde una minoría, los afrikáners, que se defendió de una avasalladora mayoría negra con uñas y dientes, a fin de conservar sus privilegios. Como los americanitos, que bajo la égida del señor Bush padre hacían de la defensa de su estilo de vida una bandera con la que pisotear a sus hermanos los irakíes.
El sistema capitalista es también rapiña y extorsión de unos pocos sobre la gran mayoría, sin embargo también es cierto que es el sistema que produce una mayor riqueza y que puede alimentar a más personas; le sucede lo que a la macana esa de la democracia; no es lo mejor, ni mucho menos, pero sí quizás sea lo menos malo. A falta de pan buenas son tortas, que diría mi madre.
¿Bastarán en África unas pocas generaciones para ponerse al día? ¿Es posible atravesar el largo laberinto de la historia y la cultura, la acumulación de tantos esfuerzos, la Revolución Industrial, la lucha por la democracia, los avances científicos, y colocarse sin más al otro extremo, en el siglo XXI? Hay países en el área geográfica que vengo recorriendo que sí están siendo capaces de ello, el más notable es Singapur, cuyos ingresos dependen esencialmente del sector servicios; Malasia, por su parte, cuenta con estar en una década a la altura de Europa. Sin embargo tanto Indonesia como Filipinas, como India necesitarán mucho más tiempo para que sus habitantes puedan tener un nivel adquisitivo y cultural similar al que hay en Occidente. En África, las universidades que hay apenas superan el medio siglo de existencia, y es obvio que los países sólo se pueden desarrollar si se desarrollan sus recursos humanos.La afición a arreglar el mundo quizás tenga que rendirse a la evidencia de que el camino que se hizo hasta ahora no podía ser muy diferente del que fue, al menos mientras no salvemos esa evidencia de que la filantropía no parece ser algo inherente a la condición humana, a juzgar por la historia. A estos países les queda por delante la prioridad de desarrollar sus recursos humanos; ese tiempo en que la educación sea efectiva para toda la población. No parece que en Sudáfrica esta diferencia entre blancos y negros vaya a mantenerse durante mucho tiempo si importantes recursos económicos se dedican a la educación. Oímos hablar con frecuencia en nuestro viaje del gobierno como alma benefactora. No sabemos bien hasta donde llega el esfuerzo, pero también es cierto que esta democracia no ha cumplido apenas las dos décadas.



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