Warning

Pretemberg Bay- Sudáfrica, 11 de Julio


En Canadá el cartel "advertencia–peligro" prolifera en todo el país, unos cartelitos que ponen en alerta al viajero y al ciudadano allá por donde pase; material para ciudadanos adormilados, sobrepotegidos; ciudadanos del porvenir, vamos, de esos de los que se hará cargo en el futuro un estado que pensará en todo, hasta cuando y cómo sea necesario echar un polvo. En Canadá el cartel WARNING sirve para alertar a los amorosos padres para que sus cachorros no sufran grandes percances cuando caminaban, por ejemplo, por un parque nacional: la posibilidad de sufrir una raspadura en la rodilla, caer en un precipicio de diez o quince centímetros; cosas así. También servía para poner en guardia a los ciudadanos de ese espécimen tan poco deseado, los cacos; y para ello los carteles habían adoptado la imaginería de los comix: antifaz negro, ojos escrutadores, gorrita de paño a lo Sheerlock Holmes. Lo más que le podía ocurrir a un obediente ciudadano canadiense si no tenía en cuenta la advertencia, parecía, era que se hiciera un raspón o que le desapareciera la cartera del bolsillo. En cualquier modo se trata de una raza bien alimentada, no era mucho el peligro.



Aquí en Johannesburgo la cosa es bien diferente, los warnings no van dirigidos al ciudadano de a pie sino a una amplia, parece, generalidad de malhechores que merodean especialmente después de la caída del sol por la ciudad. El warning que aparecía junto a la estación de autobuses, encuadrado en la clásica forma de la chapa policial a que nos tienen acostumbrados las películas del oeste, decía: "Los transgresores serán disparados, y si resultan ilesos serán disparados de nuevo". Nuestro autobús se había parado frente a una cancela donde colgaba este cartel de letras blancas sobre fondo azul; mi mirada escrutaba la calle intentando contrastar la información recibida con la realidad: gente normal que iba de aquí para allá; negros todos pero gente corriente. Lugar infecto: warning, ghetto bajo el parasol de los modernos rascacielos, las tiendas de Benetton, toda la luminotecnia y oferta de consumo de una moderna ciudad. Y sin embargo la calle, parece, estaba podrida.



Días después estamos en Durban, en la costa del océano Índico; el dueño del hotel nos alerta en seguida, que no salgamos a la calle después del atardecer, nada de dinero en los bolsillos, caminar lejos de la gente, no llevar mochila, no ser centro de atención, dejar el disfraz de turista en la habitación del hotel. Uno de aquellos días, al final de la tarde, preguntamos a un hombre de raza blanca, uno de los pocos con los que nos cruzamos, por un cajero; nos mira con los ojos de plato. No, no es aconsejable sacar dinero a esa hora. Luego se lo piensa y, ante nuestra insistencia, decide acompañarnos; nos mete por un laberinto de calles arriba y abajo que no tiene otro objeto que despistar a un posible perseguidor de los dineros del turista. Al fin entramos en una entidad bancaria, Victoria se acerca al cajero y nosotros montamos guardia, él mira constantemente el movimiento de la gente que pasa, el entrecejo arrugado, los ojos escrutadores. Cuando ella ya ha conseguido el dinero nos indica el camino de la calle, pero huye de la acera, nos hace caminar por la calzada, mira constantemente a los lados y no ceja hasta que estamos en la puerta del hotel.



¿Será cierto? La verdad es que a uno le entran ganas de que lo asalten para comprobar primero si es verdad aquello y segundo para ver en qué consiste la fuente de tanto miedo que circula por la calle, ¿simples carteristas?, ¿rufianes armados de navajas dispuestos a rajarle a uno la tripa por unos pocos billetes de banco?, ¿gente armada dispuesta a liarse a tiroz? Otra tarde paro a un coche de la policía. Conduce una mujer negra de enormes proporciones; su cabeza roza el techo del vehículo; la compañera, ésta de raza blanca y también con aspecto de armas tomar, atiende a mis preguntas. Tendría que coger a las cinco de la mañana del día siguiente un taxi que me lleve a la estación, ¿sería recomendable salir a la calle a buscarlo?, pregunto. Por supuesto que no, no sería buena idea, más bien es bastante peligroso. Un asunto menos, encargaremos al dueño del hotel que nos lo gestione.



Coetzee, un novelista sudafricano que ya me cautivó hace años con su En medio de ninguna parte, explora en su novela que leo estos días, Desgracia (un título que yo creo desafortunado y que cambiaría por deseo –Desirée-), alguna de las raíces de los males de este país. Blancos y negros. No han transcurrido todavía dos décadas desde que los negros eran aquí la escoria de la sociedad mientras que los blancos lo poseían todo. Desde la creación por los holandeses de la colonia de Ciudad del Cabo en el siglo XVII, el avance de los blancos fue implacable, primero desposeyeron a los bantúes, que eran agricultores y ganaderos, de sus mejores tierras e hicieron de la esclavitud el principal instrumento del desarrollo de su riqueza; más tarde avanzaron hacia el norte, y como el único modo de apoderarse de las tierras fértiles era la conquista, y además disponían de armas de fuego, se hicieron con las tierras de los hotentotes, los bosquimanos y más tarde dominaron en el noreste a los zulúes. El sentimiento de superioridad de los boers respecto a los negros se remonta al principio de aquellos tiempos; los hombres de raza negra no parecían tener para ellos más consideración que las de un animal; un sentimiento que no compartían los ingleses cuando éstos ocuparon el sur del continente. La fuerza y el tesón en cómo los blancos han mantenido una salvaje discriminación y una acaparación de los recursos hasta tiempos tan recientes (Nelson Mandela fue liberado en el año mil novecientos noventa) parece ser el precio de una sociedad, todavía en construcción, necesitará para poder convivir de hecho en una situación de igualdad. Mientras tanto, aquí y allá, dentro de la existencia de un país moderno que poco se diferencia de la abundancia europea, cunde la alerta y la situación de peligro, es el tributo, diría el protagonista de la novela de Coetzee, el pago histórico que se hace tras décadas de opresión de una raza sobre la otra.



La hija del protagonista, blanca, ha sido violada salvajemente por dos individuos de raza negra. Los violadores han destrozado la casa, han robado todo lo que han encontrado a su paso. Un incidente más en la gran campaña de redistribución, dice David Lurie, el estudioso de Wordsworth y Byron que se ha visto privado de su trabajo en la universidad tras un affaire con una alumna. Estamos hablando de algo completamente nuevo, le dice en un momento a su hija; estamos hablando de la esclavitud. Si te quedas aquí, ellos volverán, ellos pretenden que tú seas su esclava. "Fue la historia lo que habló a través de ellos –propone al fin-. Una historia llena de errores. Míralo de esa manera, puede que te ayude. Tal vez te pareciera algo personal, pero no lo fue. Fue algo heredado de los ancestro".



Una hipótesis de trabajo: el antiguo esclavo, el desecho de estas tierras dominadas hasta hace unos pocos años por los blancos, busca a la postre bajo el manto oscuro de su subsconsciente la esclavitud de los blancos. Y acaso todos estos warnings no sean otra cosa que la expresión de ese miedo que subyace ante las campañas de redistribución que se producen en el mundo entero cuando cacos, ladrones, violadores, asesinos, ocupan su tiempo y su voluntad en extorsionar la tranquilidad burguesa de los que lo tienen todo solucionado en la vida.


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