El derecho de expresión

Ciudad del Cabo, 18 de julio

Dedico estas lineas a Marisa en recuerdo
de alguna divergencia sobre la escritura.


Marisa, que tanto me advierte de la improcedencia del modo en que escribo, como de quien sienta cátedra con sus ideas, dice ella, me hace dudar en ocasiones cuando empiezo a escribir. Repaso algunos de mis textos, los miro como quien valora la verdad de la afirmación de ella, pero no encuentro eso que ella dice. Pienso que el lenguaje no contempla tantas variables que serían necesarias para advertir a quien lee de la humilde pretensión de quien escribe, que entre otras cosas puede hacerlo por simple necesidad de escribir, de la misma manera que se tiene necesidad de respirar; expresarnos es una necesidad de las más básicas del hombre. Ella aboga por la simplicidad de Juan Rulfo, por la prosa precisa de Borges, querría llegar a la mayor simplicidad del lenguaje, me escribió hace unas semanas.
La verdad es que más quisiera uno llegarle a la altura de los zapatos al tímido Rulfo; de Borges ya es otra cosa, porque Borges con su ironía y maestría en la utilización del lenguaje tenía asomos de engreimiento del que uno querría estar a mucha distancia (y bastaría citar aquella anécdota de cuando un reportero le pregunta que si era consciente de su genialidad; su respuesta fue elocuente, aunque cínica y con sentido del humor; no, no me extraña dijo, probablemente sea la mediocridad del siglo que vivimos la que tenga la culpa de ello).
La verdad es que uno no podría hablar de casi nada si tuviera en cuenta que en todo hay especialistas y que los escribidores son millones. Uno escribe unos poemas en un arrebato amoroso que parecen más enajenación que otra cosa y en seguida cree oportuno situarlos juntos a los sonetos de Shakespeare; procede en consecuencia a mandarlos a ciertos concursos literarios y el día posterior a la adjudicación de los premios, se le ocurre leer alguno de los poemas del ganador y entonces le entra la vergüenza por haber tenido aquella pretensión; se encuentra con hermosos versos, con profundidad, con una música que uno nunca habría sabido hacer. Aunque también sucede lo contrario, repasar la gran cantidad de novedades en las librerías y tropezarse con muchos libros en los que sería imposible pasar de las diez primeras páginas. El vicio, la mala costumbre de comparar (ya lo decía Osho, el místico millonario, que eso de compararse continuamente es malo; lo decía un hombre que no predicaba con el ejemplo pero que encontraba el modo de engrosar su patrimonio vendiendo como suyas por todo el orbe las flores que él había ido recolectando en los jardines de los místicos hindúes, budistas, taoístas y sufíes. Parece que le gustaba mucho el dinero. Desde que vi en Pune, en India, en qué podía consistir la congregación de míster Osho, todos uniformados de túnica vino burdeos oscura como cualquier feligresía que se precie, cada vez que encuentro un resquicio me siento en la tentación de aventar el aprovechamiento monetario que de la mística hacen algunos gurúes postmodernos).
¿Por qué no permitirnos el lujo pues de escribir lo que nos plazca, lo mejor que sepamos hacerlo, sin tener que estar atados a la consideración de que tanto sobre el tema como sobre el modo siempre habrá gente que sabe hacerlo mucho mejor que nosotros? ¿Se puede hablar de psicología con sólo unas pocas lecturas sobre este tema, de política, de religión, de antropología?
Mi amiga me tendrá que perdonar si sigo escribiendo de la misma manera. En la escuela enseñamos que las oraciones pueden ser de varios tipos, y de ellas, las más usadas son las enunciativas afirmativas. El lenguaje está lleno de ellas. Miramos la realidad, la analizamos y como consecuencia de ello sentimos la necesidad de afirmar tal o cual extremo; nos vamos abriendo camino en el mundo, tanto a través del análisis como a través de nuestra propia experiencia. Si junto a ello, además, tratamos de confrontar nuestras deducciones, nuestras evidencias provisionales con el respaldo de que en la práctica nuestras verdades funcionan, estaremos caminando bastante derechos; y no sólo nosotros, sino también todos aquellos que unidos en la comunicación intentamos desde nuestras distintas capacidades abrirnos paso en la a veces tan poco clara realidad. Vamos, que no es tanto si las palabras están escritas en verde o en azul, como lo que las palabras intentan decir.
Una de las finalidades de las palabras deberían ser la de ayudarnos a construir un mundo mejor, y no precisamente un mundo que nos viene dado por los hábitos, las costumbres, la voz del Papa o la conciencia moral de los integristas de todo tipo. Hace media hora oímos jaleo en la calle y nos asomamos a la ventana; abajo desfilaba un numeroso grupo de fieles de Alá que emitían gritos y voces a la casi vacía calle por la que pasaban. En alguna pancarta se leía: “Bring the penalty death”; en otra: “África islámica”. Los carteles los firmaba una comisión que parecía velar por el restablecimiento de “las buenas costumbres” en esta parte del mundo. Igual más o menos que el Vaticano lo hace en el hemisferio norte. En la manifestación participaban numerosas mujeres bajo el telaje negro del sadhor. Interrumpí estas líneas para mirar por la ventana. Me vino en seguida aquel concepto tan querido que aprendimos en los tiempos en que en las calles de Madrid se gritaba de continuo por la amnistía y la libertad: recuperar la palabra. Pertenecía al lenguaje de la pedagogía de Paulo Freire, ese libro que había que buscar en la trastienda de Fuentetaja porque estaba tan prohibido: Pedagogía del oprimido. Debería ser posible que el ciudadano de a pie recuperara la palabra, su palabra. Estamos inmersos en un mundo que nos absorbe, nos deja poco tiempo para elegir y pensar, nos empuja con la necesidad de conseguir dinero; es difícil saber a ciencia cierta cual es nuestra palabra, cual nuestro pensamiento, conocer el origen de nuestras ideas.
No hay tiempo para ello; sufrimos la ilusión de que somos nosotros los que pensamos cuando es en realidad el sistema que lo hace por nosotros: la prensa, la televisión, los grupos de presión, sean estos políticos, religiosos o simplemente encandiladores de la moral pública. El integrismo se sustenta sobre una inmensa masa sin formación adecuada; de parecida manera muchas de las verdades de nuestro mundo, entre ellas el consumo y el dinero, viven de la ausencia crítica y del adormecimiento que produce en las personas la imposibilidad de expresar su vida en términos de sus propios criterios individuales.
¿Y cómo va a ser posible, Marisa, orientarse en la realidad y salir adelante con ella si no expresamos con cierta contundencia esas “verdades” que cada uno vamos encontrando en nuestro camino; esas verdades que son de lo más preciado de nosotros mismos porque han salido de nuestras manos, porque hemos sido nosotros los que las hemos parido?

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