Con cariño, para mi amiga con nombre de flor,
a la que ayer noche despedí en
el aeropuerto de Bombay.
El viajero está inquieto. Y es probable que algo tenga que ver esto de ir de un lado para otro -mañana temprano de Bombay al Golfo Pérsico, y a continuación de Dubai a Johannesburg- pero no está seguro del todo. El viajero está inquieto porque las cosas de la vida se le arremolinan con excesiva presión alrededor. Hace un rato, cuando salió de la habitación, porque en algún momento había que comer, ya que el diluvio matinal, cayendo el monzón como una cascada más allá del porche de su bungalow, le había obligado a esperar; cuando se asomó, decía, en la playa el espectáculo era magnífico; llegó incluso a preguntarse cuándo estas cosas se transforman en tsunami, enormes y grandiosas olas barrían hasta la misma fachada del hotel la playa entera; y, cosa de pensar, un gentío enorme saltaba regocijado en la playa bajo el diluvio. El viajero que es aficionado a vivir metido en las grandes tormentas de las montañas, esa emoción de incomparable soledad y exaltación cuando truenos y relámpagos barren y retumban entre las cumbres graníticas de alrededor, comprende esta mañana a los indios de la playa. Extraordinario espectáculo donde las voces son tragadas por el fragor y el oleaje. Al viajero, cuando era niño, su abuelo, un hombre que fumaba en pipa y vendía a la puerta de su casa caramelos en un cajón de madera pintado de verde, le invitaba a oír con cierta frecuencia un par de discos que se caían de viejos en donde Beethoven había recogido los ecos de una tormenta y los coros de Nabucco sonaban con la solemnidad de una orquesta que precediera con sus notas al acto del Juicio Final. Y el caso es que hoy, mientras miraba a través del zoom tratando de recoger algo del espectáculo del mar y sus visitantes, recordó estas músicas, que a veces se mezclaban caprichosamente con aquella otra de la Urraca Ladrona y tuvo de golpe la impresión de que en los pliegues del mundo y de la vida, como sucedía con el olor de la pelliza de cuero de su abuelo, que él sabría identificar ahora mismo después de cincuenta años, se esconden de continuo aromas y recuerdos que en algún momento ponen tanto empeño en ser escuchados que son capaces de salir de entre las enormes olas de una alejada playa de la India, como es el caso de hoy, para hacer acto de presencia.
Al viajero le producen inquietud estas olas y esta pátina gris de aspecto fiero, que en cualquier momento podría convertirse en una catástrofe. Porque sucede que las catástrofes existen más allá del aparato de la televisión; aquí también hace años hubo un tsunami y murieron bastantes personas, y el agua en la calle llegaba hasta la cintura. La inquietud que precede a la escalada de una pared difícil, la que se cierne sobre el amor y su entorno, se manifestaba esta mañana bajo un ropaje diferente pero igualmente lleno de resonancias. No hacía mucho que había compartido una conversación con uno de los sobrevivientes del tsunami que arrasó la costa noreste de Sri Lanka.
No le gusta mucho al viajero este modo de escribir, quizás porque ya lo usó Cela en algunos libros de viajes, y es que el señor Cela, don Camilo José, no faltaría más, se le atravesó muchos años atrás cuando éste empezó a ir de gran señor por la vida; tanto que de sus lecturas no pudo pasar nunca más allá de La familia Pascual Duarte y La colmena. No le gusta pero consiente en escribir así por pura diversión, de la misma manera que un niño no utiliza el boli para escribir sino para fabricar con él una cerbatana con la que matar el tiempo.
Y siguiendo con la inquietud, decir que hubo un tiempo en que al viajero la inquietud se le hizo desasosiego y al desasosiego le salieron flores, aunque fueran flores de sangre y espinas, y durante ese largo periodo el caminante fue hilvanando poema tras poema hasta llenar con ellos un libro pleno de lágrimas y llanto. Ahora sin embargo no es más que inquietud; el alma se pone tensa, se mueve de un lado para otro, le ronda un poco de miedo, el organismo está vivo. La tormenta y la lluvia que asolan estas tierras ayudan a ello; todas las ventanas que se abren a la vida producen cierta inquietud; el miedo a vivir nos invita a estar agazapados y calentitos junto al radiador de invierno, por eso cuando se vive es fácil que la inquietud salte tarde o temprano por las costuras del alma. Miramos con recelo a la inquietud, aunque tampoco sea la quietud lo que queremos. Pero como la virtud está en el medio (san Agustin, dixit), pues...; pero no, no ese preciso medio con el que ayer tanto se ría la pícara amiga del viajero, aunque por ahí por ahí ande, que el tal debe de encontrarse según los entendidos entre el hara y el lingam, es decir entre el centro del yo y su energía creadora. Acaso sean esto palabras, pero de alguna manera habrá que intentar encontrar la síntesis, acaso ese punto dinámico que llamamos punto de equilibrio. Alcanzar la quietud sería como llegar a la iluminación, algo sólo al alcance de los muy privilegiados.
Inquietud por sus hijos, por la viajera que le espera junto al cabo de Buena Esperanza, por su nueva amiga, por aquella que decidió sin más convertirse en ex y a la que tanta dicha y buena leche el viajero desea; por el mismo, en fin.
¿Cómo no sentir inquietud por la gente que queremos, se dice, por nosotros mismos enmarañados como estamos en las cosas de la vida, en los sentimientos contradictorios, en nuestra a veces desorientación existencial, en nuestros afectos tan íntimamente relacionados con nuestros deseos de soledad y silencio?
El viajero tuvo que interrumpir su inquietud a mitad de camino debido a un corte de energía eléctrica. Aprovechó para ir a buscar dinero a un cajero; pero toda la ciudad estaba en suspenso por la lluvia; cinco cajeros en los que entró no funcionaban; al final tuvo que coger un ricksaw. Llovía intensamente y el agua tapaba las ruedas del motocarro. Protegido por el paraguas, que sobresalía por la puerta de la mototaxi, se arriesgó a hacer alguna foto en medio del aguacero. El ricksaw no sobrevivió a tanto agua, se quedó parado en medio de un charco y ya no se movió. Subió a otro. Su inquietud se fue diluyendo poco a poco mirando aquel panorama acuático que había convertido la ciudad en una Venecia de góndolas de tres y cuatro ruedas (cuando a la mañana siguiente antes de tomar el avión, abrí el periódico, me encontré en la primera página fotografías de Bombay donde los transeúntes se ponían a salvo de la riada en los techos de algunas furgonetas; los turismos habían desaparecido por entero bajo el agua. El diluvio ocupaba cinco páginas enteras).
La inquietud ahora ya era menor. Sentado a la puerta de su bungalow, sin luz y con el agua cayendo todavía, aunque de modo menos salvaje, volvía a pensar en ese permanente dilema de alegría-tristeza, quietud-inquietud, belleza-fealdad, amor-odio; esa manera en como nombramos las sensaciones y los sentimientos intentando, metiendo el cazo en el puchero de la vida, ordenar ésta, ponerle nombres, apresar como pez en el agua la extremadamente escurridiza realidad; pensaba en consonancia en una vieja cita de Ciorán, de El libro de las quimeras, que se había encontrado el día anterior entre sus apuntes: “...Un elevado conocimiento está sólo a medias en el círculo luminoso del intelecto; la otra mitad tiene sus raíces en el oscuro suelo de lo más recóndito; de suerte que un gran conocimiento es ante todo un estado de ánimo y sólo en su punta más exterior está el pensamiento, como una flor”.
Querríamos tener siempre una certeza a mano que mitigara nuestra inquietud, piensa el viajero; pero no parece algo posible. Las certezas hipotecan tarde o temprano nuestra libertad, nos convierten en siervos y feligreses de alguna de las muchas iglesias que abundan en el mundo. Así que no es un buen precio. Puestos a optar quizás sería mejor mirar esperanzados a esas flores que tarde o temprano le saldrán a la inquietud. Sin tristeza e inquietud es muy difícil crear algo, el organismo necesita de la fuerza generadora de este par de compañeras de viaje.
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