Violencia

Swacopmund, Namibia, 24 de julio

“¿Por qué habrían de desmantelar las élites políticas africanas un sistema político que les resulta tan útil y provechoso?” ¿Por qué los colonizadores habrán de abandonar las tierras que son fuente de enormes beneficios? ¿Por qué el poder cede en algún momento una parcela de ese poder o el poder entero? ¿Se convierten acaso de la noche a la mañana en almas de la caridad? No hay otra explicación para estos cambios que la aparición de otra fuerza de signo contrario capaz de echarle un pulso o derrocarla. África, la África profunda, no parece tener medios, ni ahora ni en el futuro para salir de ese círculo maldito de la violencia.
Una ley universal: la supervivencia del más fuerte. En las entrañas de esta dialéctica de la violencia es donde siente hoy que habita el viajero. Desde hace ya tiempo ve la violencia allá donde mire. Violencia en pie de guerra: una historia de un ciclista sueco que le contó Leo el otro día, un madrileño que lleva un año recorriendo África en moto; pedaleaba el sueco por una pista de tierra, en Tanzania, atravesando el contienente de norte a sur, cuando dos individuos le salieron al paso con un machete; el machete cayó en pleno rostro abriéndole los labios y las mandíbulas por la mitad (salvó la vida y la cara. Un año después volvía desde Stocolmo al camino abandonado). Violencia de color: recursos económicos y preparación técnica contra la pobreza y la ignorancia de los de piel oscura. La violencia de la energía atómica contra el Paleolítico; ayer recorría las instalaciones del museo local, en una de cuyas salas se describía el proceso de depuración del uranio, las medidas de seguridad, el modo en cómo la mina será clausurada en su día; todo lo necesario para que la población local no se alarme: todo está controlado. Eficiencia alemana. Los alemanes exterminaron dos tercios de la población del pueblo herero, unas doscientas mil personas; Namibia tenía entonces una población en torno al millón de habitantes. El colega Bismarck y el colega Leopoldo, rey de los belgas, se apropiaron una buena parte del pastel africano, los alemanes necesitaban nuevas tierras para sus agricultores. Planea el viajero atravesar Etiopía y Sudán, camino del Mediterreno; Sebastian, un ciclista alemán que desciende el contienente también en bicicleta, desde El Cairo, le pone al tanto de donde puede sacar el visado para Sudan, en Dar es Salaam, le dice, pero le mira excéptico, no es difícil ser apedreado en aquel ancho país. Otra violencia: cuando los países subsaharianos adquirieron la independencia, las naciones del oeste disponían de varios millares de licenciados, en Tanzania había doce y Zaire no tenía siquiera uno. Más violencia: frente a nuestros veinticuatro o veintisiete mil dólares de renta per cápita, la renta de Etiopía, Tanzania, Zaire y Mozambique, que apenas sobrepasa los doscientos o trescientos dólares. El sida se habrá llevado en unos años veinte milllones de africanos a la tumba... historias sin cuento: violencia. Occidente tendrá que construir una alta valla de espinos alrededor de la mayoría del continente, que se cuezan y pudran en su propia salsa con sus Amines, Mobutus, Macías, con todos los señores de la guerra y sus conflictos tribales; una valla bien alta para que no nos manchen el felpudo del hemisferio norte. ¿Será violencia también ese dato que nos muestran las estadísticas, el hecho de que la población de África se duplique cada veinte años?
Se está calentito aquí en Swakopmund, junto al mar de invierno, una antigua ciudad alemana donde se concentra el turismo “de aventura”, gente adinerada de todo el mundo, autobuses a todo terreno repletos con jovencitos allende las fronteras, con aspecto de hijos de papá y mamá. No hay que dramatizar, en Namibia se vive bien. Windhoek, la capital, no se diferencia mucho de cualquier pequeña ciudad alemana o francesa. Sudáfrica y Namibia son una excepción en el continente, pero se siente sin embargo la tragedia tras el bienestar del hombre blanco. Aquí las calles ya no son streets sino strasse, el alemán ha pasado a ser la lengua de la calle, mujeres de aspecto culto y eficiente están al cargo de los negocios. Quizás aquí la violencia tenga oportunidad de amortiguarse lo suficiente en las próximas décadas, un tiempo en que las papeleras y los cubos de la basura no sean visitados por gente de color. Eduardo Galiano recogía la observación de un economista boliviano que decía que con la plata que sacaron los españoles de Potosí podría haberse hecho un puente que cruzara el Atlántico. Aquí hay uranio y diamantes, una buena razón también para atravesar el Atlántico, en esta ocasión de norte a sur.
Al viajero le produce una cierta inquietud hoy el ser él también parte beneficiada de esa violencia generalizada del continente, un regalo excesivamente descarado, por ejemplo, el poder andar por el mundo con la sola ayuda de un trozo de plástico que sirve para tener acceso a todo aquello que puede satisfacer sus necesidades. Algo tan corriente, por otra parte, que no tenía por qué llamarle la atención, pero que sí se la llama después de que ayer pasara junto a unos pescadores en la playa que repartían su tiempo entre la pesca y la búsqueda de algo aprovechable en todas las papeleras de los alrededores. Parte beneficiada porque no deja de ser violento, que como consecuencia de un bienestar en Occidente, en parte sustentado durante siglos sobre la explotación de continentes colonizados, él pueda visitar un país donde muchos de sus habitantes necesitan acercarse a los basureros para subsistir.
El libro que leo, África camina, de dos investigadores especializados en temas africanos, uno inglés y otro de Burdeos, lleva un subtítulo sintomático: El desorden como instrumento político, cuya hipótesis de trabajo es precisamente demostrar que la instrumentalización del (des)orden político predominante es el principal obstáculo para el establecimiento de un estado de derecho en el continente. Con lo cual a la violencia externa sufrida durante la colonización le sigue ahora la violencia interna por parte de las élites políticas africanas que tratarán, según toda lógica, de perpetuar un sistema político nepótico que sirva a los intereses de las élites que lo promueven.
Un sentimiento de contrariedad que me asalta casi siempre que viajo por países cuya problemática golpea mi conciencia de ciudadano occidental bien alimentado, que no puede ver más que con dolor la disparidad entre su acomodado modo de vida y la vida que el viaje le pone en ocasiones frente a los ojos.
Y más allá de la ciudad, producto de esta contradicción que es ver la vida y la historia de los pueblos, sólo agua y arena, la superficie del ancho mar, la infinita extensión de la arena del desierto. La belleza. Huir de la violencia (mientras puedas) para dedicarte a lo perdurable, los colores, los rubios rizos de la arena que llenan de delicados arabescos las dunas, esa inmensa superficie que estos días atrás alimentó nuestra cámara, nuestro delicado y exquisito paladar de viajeros con tarjeta de crédito en el bolsillo. Es inevitable que a la hora de escribir estas líneas un rastro de mala conciencia debilite la espléndida belleza del desierto, el intenso azul del mar rompiendo sobre la costa rocosa, un barco encallado frente a la playa enseñando su ventruda estructura oxidada entre la niebla como si se tratara de un busque fantasma.

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