Soweto

Johannesburgo, 4 de junio

De la misma manera que no se puede pasar por Polonia sin visitar los campos de concentración de Austwich y Binekar, no se puede atravesar Sudáfrica sin acercarse a visitar Soweto. Los aficionados a la televisión no tienen el mismo problema que yo; la televisión sirve imágenes en abundancia de todo, a uno le queda poco espacio para imaginar, para intentar averiguar cómo puede ser aquello. Recuerdo mi gran incógnita cuando toda la familia en pleno, con los mellizos recién cumplidos un año, y Guille camino de los cinco, nos disponíamos a atravesar el desierto del Sahara en un R4. Sabía lo que era el desierto, pero no era capaz de imagina nuestro R4 y a nosotros mismos circulando por aquellos parajes: el calor, las pistas barridas por la arena, nuestra tienda de campaña levantada sobre las dunas al resguardo de los escorpiones y del viento, el atardecer de cielo ámbar presidiendo esa enorme soledad. He viajado mucho por el mundo y sin embargo me sigue sucediendo algo similar cuando me acerco a un lugar al que mis lecturas me han llevado por un motivo muy especial o porque el sitio guarda una importante conexión con la historia; sucede como si en el cerebro se levantara la expectación de ajustar algunas piezas de un puzzle que sólo se puede completar in situ, como si las imágenes que tenemos fueran imágenes en los límites de un sueño, que necesitaran de un viaje para adquirir consistencia real. Sólo detalles: ¿cómo mirará la gente de Soweto?, ¿cómo son las relaciones entre blancos y negros?, ¿qué hay tras la mirada de los hombres y mujeres que sufrieron la humillación del apartheil y la esclavitud durante un tiempo tan dilatado? Hay muchos aspectos de la realidad que necesitan ser vistos con los ojos, olidos, escuchados para tomar posesión de ellos; un conocimiento que no está en los libros ni en la televisión y que acaso sí proporciona el contacto con las tierras y los hombres que las habitan. Y es algo que siento con alguna frecuencia. Me pregunto entonces: ¿Qué he aprendido yo de tangible en estos tres meses? No el conocimiento de los lugares, de las costumbres, de los usos; sino ¿qué de sustancial, de vital, de lo que me ha de servir para comprender a los hombres y mujeres del mundo, para entender un poco la realidad de la vida? No sabría decirlo, pero de igual manera que mis células cambian y mi yo físico no es el mismo que hace años, algo parecido debe sucederle a mi conciencia que no deja de ser una sustancia activa continuamente modificada por la experiencia, los criterios personales, los libros, este ir y venir por el mundo, el contacto con las personas.
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Creo que viajar acerca a la comprensión de los pueblos, nos desposee de nuestra boina de paletos agarrados a una visión más o menos reducida del mundo; y más aún si somos occidentales y vivimos la ilusión de que nosotros y nuestra cultura son el epicentro del planeta. Veamos si no los tratados de geografía: España descubrió América (un mural callejero que vi en Bolivia hacía mofa del asuntos: unos indígenas avistaban unas naves que llegaban a sus costas, y uno de ellos señalándolas reía hasta desternillarse: y dicen que nos han descubierto, decía. Un uso un poco grotesco del verbo descubrir, sí), España descubrió América, Portugal el Brasil, y el Papa repartió en el tratado de Tordesillas el mundo, el este para España el oeste para Portugal. Lo mismo podían hacer ahora los americanos, estos sin el concurso del papa ya; trazar una línea en el universo y repartirse las galaxias, los agujeros negros, los meteoritos, la luna, todo, aunque llegar a ellos supusiera viajes de miles de años luz. Somos unos especímenes bastante grotescos. Sería para reír si no fuera por la cantidad de desgracias y los millones de muertos que ha acarreado siempre la ambición y sus ridículas razones de dominio y posesión.
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La última novela de Pamuk que leí respira ese aire de orgullo necesario de los pueblos, en su caso el pueblo turco, que han sido durante siglos avasallados por los ejércitos, la cultura, la tecnología de Occidente, y que viven un largo periodo de busca de la propia dignidad, de su identidad. La autoestima, la confianza en los propios valores de los pueblos, ha sido barrida por los invasores europeos hasta el punto de que es probable que se necesiten muchas décadas para reconstruir esta perdida identidad; un trato normalizado, de tú a tú, con los antiguos opresores. Eso veo en la mirada de los hombres y mujeres de raza negra con los que he cruzado en estos pocos días de estancia en un barrio de Johannesburgo. Los pueblos, como los niños, sufren durante siglos las consecuencias de haber tenido unos malos padres; y peor todavía, no malos padres sino explotadores, criminales, aprovechados sin cuento. Y eso es algo que no se cura en dos días.
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Los países árabes tienen sin embargo otra historia, no han sufrido la tiranía del opresor, conservan su orgullo, su identidad, su cultura, no sólo son capaces de enfrentarse bien erguidos a la “raza elegida”, sino que van mucho más allá de ello, defienden sus valores, por mucho que nosotros, con nuestros patrones de medir a los otros pueblos, consideremos a éstos como caducos, y son capaces de echar un pulso serio a los no sólo asumidos de la verdad –Occidente sin más y su ley de la selva-, sino también depredadores y salvajes apropiadores de lo ajeno. Probablemente a la humillada raza negra no le cabe más que una larga terapia que puede prolongarse durante largas décadas; eso sin contar la situación de sus recursos y el estado de despauperización en que los países colonizadores dejaron el continente; a lo que hay que añadir el expolio de los tiranos locales que surgieron tras la colonización, ya que pocos países del continente africano tuvieron la suerte de ser liderados por personajes como Nelson Mandela o Léopold Sédar Senghor.
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Sobre las relaciones entre blancos y negros, leo esta mañana en la guía, en el apartado de Soweto, lo siguiente: “La idea es simple. Ten a todo el que no sea blanco tan lejos de la “raza elegida” como sea posible, pero todavía lo suficientemente cerca como para que pueda ser usado como mano de obra barata”. Muy elocuente, como se ve. Y mientras tanto este homínido que nos habita, este ser universal que “domina” el planeta habla de moral, de valores, intenta buscar siempre razones para justificar al ser depredador que lleva dentro. Se hizo inteligente, pero la inteligencia se llenó de hipocresía y de avaricia; y éstas, que fueron santificadas miserablemente, como eran feas, se escondieron bajo el tegumento de un derecho que sólo era el derecho de la fuerza y la brutalidad de unos sobre otros (veáse la historia de las colonizaciones de todo tipo).
El aspecto que más me llama la atención hoy, antes de visitar Soweto, es esa sensación de deshonestidad y ultraje que se desprende del paso de los invasores europeos por estas tierras por las que vengo viajando. Europa y Estados Unidos debería pedir en algún momento perdón a los habitantes del continente africano por la cantidad de barbaridades que han cometido en él y acompañar su contrición con una generosa aportación en recursos técnicos, sanitarios, de educación. Quizás si ese día llegase uno pudiera dejar de tener la desagradable sensación de culpabilidad que se le viene encima cuando se visita estos países.

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