Dubai-Johannesburgo, 1 de julio
Hoy he convertido mi butaca de avión en un rincón que acaso se parece algo a la mesa de trabajo de mi cabaña. Tuve la suerte de viajar con tres butacas a mi disposición y con una azafata a la que debí caer bien. Sí, me ofreció una bebida, le pregunté que qué tenía y abrió un cajón donde había de todo; whisky, le pedí, y en seguida vertió una botellita en un vaso, le puso hielo y me miró dubitativa ofreciéndome otra más del mismo líquido. Tuve que decir que no; jo, lo mismo se me disparaba la tensión después de la cerveza de esta mañana, la segunda en tres meses... y es que estos hijos de Mahoma nunca aprenderán a vivir. Y recordaba el panorama variopinto de Dubai, que ya había visitado hace años de paso para Irlanda, y que hoy era una fiesta multicolor; y si el negro es un color, con más razón todavía, que abundaban esas vestimentas negras que convierten a las mujeres en auténticas cucarachas –con perdón-; aunque ya me crucé con una todita vestida de negro pero con unos ojazos de comérselos –y de sobra lo sabía ella-, a la que no faltaba los aderezos de un ligero maquillaje, ni el perfume. Cosa extraña. Me tapo pero no quiero taparme, quiero que sepas que soy atractiva, que huelo bien, que soy deseable. Toma, como todo hijo de vecino, qué mejor deporte que hacernos deseables los unos a los otros. Hoy leía un curioso artículo en el periódico que robé nada más subir al avión en Bombay, que hablaba de estas cosas; qué debe hacer un hombre y una mujer para meterse en el bolsillo al otro. Traduzco algunas líneas (traducción libre de un angloparlante chapucero que jamás llegará a hablar el inglés como Dios manda ni aunque dé la vuelta al mundo una docena de veces:): “Dado que un hombre necesita recurrir a la vanidad para ser atractivo, préstale atención, abona su orgullo hablándole de lo que le interesa, haz elogio de sus cualidades y pronto él vendrá como un pajarito a comer en tu mano”. Aunque merecería la pena enumerar un puñado de consejos del columnista dirigidos tanto a la mujer como al hombre, sería demasiado largo entretenerse en ello. Es divertido, sin embargo pensar en estas cosas; por ejemplo, decía más adelante que a la mujer se le dilata la pupila cuando se encuentra con un hombre que le gusta, razón por la cual la utilización de lentillas, que ofrecen un cierto brillo en los ojos, no había que descartarla como arma de seducción. Probablemente la mujer árabe con la que me crucé esta mañana tenía lentillas. Sería inútil hacerse ilusiones sobre otra cosa; que no estaría mal por otra parte. Por cierto, que nunca llegué a una experiencia que ni de lejos se le pareciera; este verano acaso que fantaseé por el Meetic durante un par de semanas con una moza que necesariamente habría de vestirse de monja cuando la fuera a buscar al tren; pero la idea no cuajó en el momento decisivo, que prefirió adornarse para el día del encuentro con otras prendas menos llamativas.
Aparte de la broma, estoy un poco abrumado por la historia de las cucarachas después de haber leído a Pamuk; es demasiado dramática la visión de estas mujeres. La lucha por el pañuelo sí o el pañuelo no como un símbolo velando por la integridad de la fe de Mahoma. Esta mañana, tres; hacían cola unos metros más atrás en el aeropuerto de Bombay. Me daban una tremenda lástima. Pero cuando aterricé en Dubai, y allí eran legión, y olía su perfume y mira el incipiente maquillaje que asomaba entre la toca, no me cupo duda. No hace falta gritar aquello de que la religión es el opio del pueblo; me da dolor de tripa recordar la condición de la mujer en los países árabes.
El espectáculo del aeropuerto era una preciosidad de variopintas vestimentas, de rostros para todos los gustos, de jetas para todas las situaciones; esos tipos gordos de barriga cervecera, tan ridículos, que miran el mundo como si éste fuera una plantación de su propiedad; el ejecutivo de maletín con pinta de testigo de Jehová; una preciosidad de muchacho de ojos avinados y tez negra, que se sentaba frente a mi y que se adornaba con unos pendientes a juego con su camiseta hecha de atractivos lunares verde oliva; un anciano mochilero trotamundos que sonreía desde la experiencia de la edad; un tropel de chicas rubias muy parecidas unas a otras; algunos jeques árabes con su turbante y su túnica blanca; un par de sijs, barbudos, corpachones, siempre con su ostentoso turbante de guerrero nimbando la nobleza de su clase; una mamá con un par de críos listos como el hambre; alguno con aspecto de gitano, como yo (por cierto que cuando me vea con mi amiga con nombre de flor en Madrid, me voy a tener que comprar una chaqueta y una corbata, que a veces no hacía más que mirarme de arriba abajo como si fuera un extraterrestre zarrapastroso. Menos mal que es buena persona y aunque no le gustan las ratas ni los hoteles de menos de dos mil rupias nos entendimos muy bien). No se estilan este tipo de museos, pero palabra que es una de las cosas más atractivas que cabe verse, gente de todo el mundo, vestimentas del planeta entero, hábitos y religiones para todos los paladares... siempre el gusto de mirar.
Bueno, pues siguiendo con el periódico, que es otra parte del mundo que he visto hoy, incluidas las fotografías de las riadas de Bombay, a las que parece yo asistí solo de refilón, ya que por lo que se ve la ciudad quedó colapsada y sin luz durante muchas horas, con agua que llegaba en algunas calles a los dos metros; siguiendo con el periódico, decía, bajo la columna en que hombres y mujeres debían aprender donde estaban los puntos flojos (y los fuertes de unos y otros para llegar a una seducción convincente –y las mujeres y su coquetería llevan ventajas en ello-), había un titular que decía: I don’t take life seriously”. Un personaje conocido que afirmaba que la tragedia de la vida no es la muerte sino vivir como un muerto cuando uno está vivo; algo que estaba muy en consonancia con las lecturas mías de esta mañana, que tras el largo paréntesis de India volví a retomar; se trataba del tomo de filósofo José Antonio Marina, del que ya hablé allá cuando andaba por Malasia. En realidad el entrevistado lo que decía era algo muy distinto a lo que enunciaba el titular; precisamente porque, confesándose ateo, se tomaba muy en serio la vida y era capaz de vivir con una tensión y una plenitud que no proporciona una existencia dedicada a la reiteración de los actos de culto y de moral que a “las personas de bien” exoneran de la búsqueda y de la interpretación de la realidad. Había tardado años en quitarse de encima la tutela de la religión y había convertido su vida en una búsqueda personal, la había llenado de intensidad y la intensidad había producido sus frutos: una sensación de plenitud que venía tanto de su búsqueda personal como de la felicidad que proporcionaba el sentimiento de haber creado algo; en este caso con más razón dado que se reencuentran en una misma cosa el hecho de crear con el objeto de creación, uno mismo. Marina venía a decir lo mismo al final del capítulo: “Todo parece indicar que la invención de proyectos, su selección y la actividad que desarrollamos para realizarlos, son un componente esencial de la felicidad” (Ética para náufragos).
Hoy, cuando salí del hotel antes de amanecer, lo primero que se me ocurrió fue que qué remedio les quedaba a tantos y tantos sin techo en este inmenso país que buscar consuelo en estrafalarios y coloristas dioses. Frente al hotel, una enorme explanada inundada de agua, había aparcados treinta o cuarenta ricksaws, de cuya parte trasera asomaban los pies de los conductores. Desperté a uno para que me llevara al aeropuerto, pero estaba tan dormido que no logré entenderme; uno de al lado, más avispado, dio un respingo y me dijo que sí en seguida. Todos los conductores de ricksaws de la ciudad dormían en las calles oscuras por las que atravesábamos; asomaban sus pies descalzos bajo la cortinilla de plástico; el agua diluvial se había escurrido por aquí y por allá y ahora era el tiempo del sueño.
Qué remedio les queda que consolarse con un puñado de dioses; igual que aquella legión de guatemantecos de aspecto tan miserable que recibían al Papa años atrás mientras nosotros mirábamos asombrados sus rostros de idos tras los objetivos de nuestras cámaras. Si al menos tuvieran una cama confortable, el calor de un cuerpo al lado, alguien a quien besar antes de ir al trabajo. A veces se me ocurre que la religión es el consuelo inútil de quien no tienen otra cosa; o si la tiene, como sería el caso de tantos millones de norteamericanos acaso necesitan lavarse algún tipo de culpabilidad, redimir algún pecado enterrado en el subconsciente; o quizás paliar un miedo que viene más allá de las aguas diluviales del monzón hasta sus almas. Lo que decía el entrevistado del periódico de Bombay, esa tragedia de vivir como un muerto cuando uno esta vivo.
El monitor del avión muestra el mapa de África con un avioncito que sobrevuela algún lugar entre Etiopía, Somalia o acaso Kenia. Hubo algún problema con el vuelo y tuvimos que tomar otro avión; llevamos dos horas de retraso. Dentro de tres aterrizaremos en Johannesburgo. Victoria, que salió ayer noche de Madrid, está allí desde las nueve de la mañana. Hace tres meses que no nos vemos. Estoy deseando estar a su lado. Ahora sí que ya estamos en África.
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