Religiones primitivas

Victoria Falls, Zimbabwe, 29 de julio


Mañana emplearemos todo el día en recorrer el escenario de las cataratas Victoria en el río Zambeze; uno de los principales espectáculos de la naturaleza en este continente. Una amiga sin lugar a dudas habría calificado el espectáculo de divino, un adjetivo con el que bromeábamos amigablemente a menudo porque ella, siguiendo los usos de alguna parte de América Latina, usaba con frecuencia para todo aquello que merecía la pena ver o experimentar. Hoy me acordé de ella, y no sé cuales fueron los caminos de mi reflexión, pero el caso es que de lo divino pasé a la divinidad, y de ahí a algunas consideraciones que intentaban ver cuál es el camino que lleva a un creyente a prescindir de la divinidad y conformarse a continuación con ser un simple ser vivo que a no más tardar terminará por dejar de existir en unos pocos años. La divinidad, y con ello lo divino, refugio de penas e infortunios, regazo materno y otorgadora de una dicha eterna –o fuego, igualmente eterno (así de bondadoso y comprensivo es el dios cristiano)-, cediendo el paso al individuo de carne y hueso, humilde y sencillo que sólo cree que algún día la tierra benevolente le acogerá entre sus brazos sin necesidad de que haya nadie que vaya a despertarlo.


Hay creencias que se nos imponen como certezas de manera tal desde la infancia que es necesario a posteriori buscarle la razón de esa seguridad sobre la que se asientan si, pasado el tiempo y habiendo abandonado nuestra fe, queremos dejar a nuestra curiosidad tranquila comprendiendo alguna de las razones de su persistencia en nosotros; qué sucede en ese camino que va desde la creencia asumida y responsable a la negación de la misma. La idea de Dios en nuestras latitudes, por ejemplo; y en África la concepción distinta de la frontera entre los vivos y los muertos, también un ejemplo, tan distinta de cómo se concibe en Occidente; en África todos habitan en el mismo mundo, lo que significa que la presencia y el poder de los que se han ido ocupa un lugar preeminente en sus creencias, de ahí el culto a los ancestros. Dos realidades que el tiempo y la formación humana y cultural de las personas harán retroceder continuamente hasta convertir a aquellos que siguen las prácticas religiosas en paradigma de un primitivismo que no ha tenido todavía tiempo o formación suficiente para acercarse a una realidad humana en donde no son necesarios los dioses.


Desde nuestra perspectiva occidentalcentrista no es difícil que al referirnos a las creencias religiosas africanas, experimentemos una cierta sensación de superioridad, algo así como si nuestros dioses tuvieran mayor solidez que los de los “pobres” africanos tan cargados de tabúes, supersticiones y culto a los muertos. Pero en definitiva no hay muchas diferencias entre lo que a la muerte o la vida de ultratumba se refiere entre unas religiones y otras; todas tienen por igual algo de primitivismo en sus entrañas, y ello pese a que tengamos cierta disposición a otorgar mayor grado de aceptación a los dioses que vienen respaldados por tradiciones de culturas más desarrolladas. Así nos resulta más difícil refutar la existencia del dios cristiano, de Alá, o las reencarnaciones del hinduismo, que aquellas otras religiones animistas del continente africano. Sin embargo el término primitivismo aplicado a una religión parece que igualmente se lo podríamos asignar al cristianismo, que al hinduismo o al mahometismo, si desde una postura de secularización entendemos este concepto como irracional o proveniente de la necesidad del hombre de aligerar dentro de su cerebro el abismo de la muerte, de la nada; primitivismo, porque el hombre no resignándose a la muerte, no aceptando el ciclo natural de la vida, inventa dioses que traigan agua con que regar los campos, curar enfermedades o remediar lo irremediable. Es decir, la renuncia a aceptar la realidad lleva al hombre a reinventar otra nueva realidad que sea más aceptable, más acorde con sus deseos. De manera que las religiones, negando la realidad, intentan el consuelo más allá de la misma en la otra vida. Algo que no sería difícil definir como primitivismo en cuanto a que los medios de que se valen y las creencias que sustentan no difieren en su esencia de las ancestrales creencias religiosas de África.


La persistencia en ese primitivismo, entendido como sistema de valores obsoletos común a la concepción de la realidad de todas las religiones, en algún momento se rompe; y en nuestra época se rompe con mucha más frecuencia que en otras. Es esa ruptura por la que me interesaba en estas líneas. Pretendía encontrar trazas del camino que recorre el individuo desde aquellos momentos en que asume la idea de la divinidad como algo tan real como él mismo, hasta llegar al otro extremo, un lugar en que los dioses no son más que la creación compensatoria e imaginativa del hombre para sustraerse a sus miedos y dar cabida a sus expectativas y deseos. En mi caso, ocho años de infancia en los Salesianos en la época franquista pudo suficiente para hacer creer a mí y a todos los infantes que pasaron por sus aulas, todo aquello que estuvieran en disposición de hacer creer aquellos frailes. Si hubiera nacido en Bombay igual estaba ahora haciendo ofrendas florales a la diosa Kali o a Siva; y si hubiera sido en Teherán y fuera chica, no solamente llevaría sadhor, o estaría dividida entre llevar o no llevar velo, sino que creería en todas las bondades de Alá e incluso podría ser un integrista. Estas cosas no parecen aprenderse de muy distinta manera a como se comienza a hablar, se habla la lengua de casa, no la de Bombay ni la de los países islámicos.


¿Qué sucede para que las cosas cambien tan diametralmente en algún momento de la vida? En mi experiencia personal fue el lento descubrimiento, año tras año, de la hipocresía de la Iglesia Católica lo que me indujo a buscar otras explicaciones al sentido de la vida (no sólo sus prelados y adeptos, la Iglesia como tal, como institución sustentadora de privilegios, superstición, poder, etc.); y más tarde el contacto con los descubrimientos científicos, el ir encontrando cómo la capacidad camaleónica de la Iglesia podía cambiar la interpretación del Génesis de un día para otro sin más, el aprender que la lógica de la existencia -nacer, reproducirse y morir- si nos apeamos del burro de nuestra poca humildad, de nuestras obsesiones de pervivencia, es mucho más explicable y sencilla que la otra lógica, sea la de Alá o la del jeroglífico ese de la Santísima Trinidad (cuando a los padres de la Iglesia no les salían las cuentas eran capaces de hacer cuadrados con los círculos, no sólo ese tres en uno en donde una paloma ocupaba la cúpula, sino que podían poner en pie la figura de un convidado de piedra, como ese san José que cuidaba el fruto del dios padre en el vientre de su esposa no visitada por varón).


Lo que se nos ha impuesto gota a gota durante tantos años desde la temprana infancia necesita también de mucho trabajo y tiempo para llevar la conciencia y nuestra concepción del mundo al lugar que le correspondía. ¿Qué lugar es ese? Creo que el que puede alcanzar una persona normal que lee, piensa y tiene capacidad para discernir por sí misma en el batiburrillo de la vida. Desde luego entra en el programa la posibilidad de equivocarse y estar poniendo velas en el altar de alguna otra creencia. Es posible, ¿por qué no? Sin embargo, y volviendo al principio, aunque a uno le faltara la razón, lo que no le iban a quitar de cualquier manera sería la satisfacción de ir encontrando lentamente el camino de la individualidad por encima de la demoledora presión del grupo y del entorno que actúan sobre el individuo como una apisonadora, reduciendo a éste a un mero acumulador de normativas, creencias y dioses cuya única finalidad parece ser convertirnos en pacientes feligreses.


Así que el hecho de que a muchos se nos imponga como evidencia la no existencia de Dios, puede tener su razón de ser tanto en el hecho de que hayamos crecido lo suficiente como para no necesitar las bendiciones de la Iglesia, como en el de haber vivido una larga experiencia que hizo posible que nos acercáramos a percibir la vida en esa peculiar manera en la que los dioses no son necesarios en absoluto.


Las cataratas nos esperan mañana temprano, la generosidad y el esplendor de la naturaleza es tal que es inútil buscar dioses y altares en los que hacer nuestras plegarias, cuando bosques, montañas, desiertos, mares y ríos pueden servirnos para parecidos propósitos que las divinidades. Al fin de cuentas de ella salimos y a ella regresamos al final de nuestra vida; la Naturaleza, con mayúscula, como gusta escribirlo ella.

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