Johannesburgo-Durban, 7 de julio
Hace días mandaba una carta a mis hijos en la que abundaba sobre un concepto que me es muy caro, indagaba en las fuentes de la emoción. Era un día de lluvia en la ciudad de Bombay. Esa mañana había decidido cancelar una apretada agenda. Llovía. A veces la lluvia estimula una parte puntual de mi cerebro, aquella en donde tiene lugar el nacimiento de las emociones. Sucedió entonces. Quizás mi organismo estaba predispuesto a ello. Llevaba días que necesitaba tranquilizarme. Demasiado ruido, demasiado movimiento el mío siempre de un lado para otro, quizás, aunque a veces fuera tan sólo ruido y movimiento bajo el hueso del cráneo. Aquella mañana abrí la espita y dejé que poco a poco el ruido fuera saliendo de mí; notaba cómo se escurría por mi ánimo abajo y en su lugar se instalaba un cierto silencio, un ruido de aguas lejanas. Me fui tras ellas; no era la fontana junto a la que dormía Alvargonzález, se trataba más bien del aliento de Ariel inspirando en Caliban un retorno al hombre bueno de Rouseau; Miranda andaba por allí como deseosa de interpretar aquella cantarina brisa que le venía tan de mañana junto al ruido del oleaje tranquilo tras un día de tempestad. Recordé unos párrafos de Pennac, creo que en El dictador y la hamaca, en que un personaje muere viendo una película de Chaplin. Tras la finalización de la película, la acomodadora mira absorta los ojos del espectador en cuyos pupilas ella todavía podía leer las fuentes de la emoción.
Las fuentes de la emoción. Y la mañana discurría en los brazos de una larga digresión-susurro mientras la luz iba invadiendo nuestra habitación del último piso de la calle más concurrida de Bombay. Hasta Descartes correteaba por allí, y eso que cuando leí a este sabio apenas me enteré de nada; cosa que me sucede con cierta frecuencia, aunque también es verdad que aunque no me entere leyendo muchos libros, sí acierto de vez en cuando a hacerme con esas pequeñas joyas que todos los buenos libros guardan en su interior. La joya cartesiana decía, más o menos, que ya hará treinta años que lo leí, que las bases esenciales del conocimiento han de buscarse en la experiencia del propio vivir. Venía a decir que lo que hay que hacer para alcanzar la sabiduría es rastrillar la vida, buscar con la lupa de cazar mariposas bonitas aquello que durante nuestra existencia ha aventado nuestras emociones, nuestro infinito regocijo, el gusto por la vida, todas aquellas situaciones que nos han hecho sentirnos amorosamente bien.
A las fuentes de la emoción le salieron también algunos otros brotes aquella mañana; uno hablaba sobre la necesidad de considerar la sinceridad como si fuera la clave que ha de sujetar el edificio de las relaciones y la convivencia; otro expresaba el hecho de que en general no nos tomamos la vida suficientemente en serio, precisamente porque no atendemos a ese conocimiento cierto que mana de la fuente de las emociones genuinas; y otro último que abogaba por un retorno a las fuentes y que no era otra cosa que decirse de continuo que hay que volver a ellas siempre; volver impenitentemente a nuestras raíces, a aquello que mana dentro de nosotros con cantarina alegría, perseguir el soplo ligero de Ariel, la sutil fuerza de lo importante, la entrañable convocatoria de los seres queridos; nosotros, nuestros muertos, sí, nuestros muertos (ayer mismo volví a reescribir la entrañable escena en que mi madre moría entre mis brazos mientras la chimenea vestía de amor y fuego el fin de una vida, confirmaba con su intemporal danza de rojo la sangre roja, la que nos da la vida pero también la muerte). Muertos y vivos; muerte y vida, son en cierto modo parte de la misma cosa; de aprender a morir puede nacer también la alegría; la alegría viene de la paz con uno mismo, de la paz con los otros, de la entrañable comunión de unos seres con otros. La muerte puede no importar; nadie puede quitarnos a un ser querido de entre los brazos, nadie. Vendrá la tristeza, porque la tristeza es a veces la manera en como nos encontramos con la esencia de nosotros mismos, con la de las personas que queremos; a veces la tristeza es un regalo, nuestros poros se abren, se bañan como una esponja de lo mejor de nosotros mismos, de lo mejor de los otros, estamos más cerca. No hace falta resistirla, ya se irá ella cuando lo crea conveniente; pero tampoco la alimentemos; lluvia que pasa. A la tarde la temperatura será más suave, los colores adquirirán las tonalidades pasteles de algunos cuadros de Cezanne; no pasa nada. Vivir con la lluvia, aprovechar ese ahondamiento en nosotros que produce la tristeza-lluvia, el ruido intemporal de esa fuente; fuente de las emociones. No hay otro modo de vivir la comunión con los otros. Saber que la vida es también tristeza, es congratularnos con nosotros mismos, con una parte de nuestro yo que no podemos desechar.
Sólo hay que intentar el equilibrio, un horizonte siempre, la utopía en la línea final del mar, allá donde los montes y el mundo parecen acabarse. Pero sin asustarse, ya conocéis aquella breve historia de Kalhil Gibram, esos dos personajes, la alegría y la tristeza, que al otro lado del río, en la distancia, confundían sus papeles y sus atuendos. Para el lejano viajero que las contemplaba no dejaban de ser un mismo personaje.
Aquella mañana, escribiendo aquellas líneas, se me humedecen los ojos. Ni siquiera los espacios tan infinitos como la muerte son capaces de aminorar la extraordinaria presencia de los seres queridos. Y no hace falta echar cuenta de la física cuántica, es algo sinestésico, táctil a nivel emocional; todos estamos ahí. Tranquilo, no pasa nada, me decía.
Llovía. La fuente de las emociones manaba en abundancia en aquella tierra de contrastes. Allá abajo, en lo hondo de la calle a la que yo me asomaba en Bombay, había un enorme charco. Veía a los transeúntes atravesarlo, no se molestaban en sortearlo, los saris rozaban el agua, las sandalias chapoteaban en su hondo, alcanzaban la orilla. Después, en algún momento, saldría el sol, las sandalias se secarían y el caminante del charco continuaría pensando en lo que tenía en mente antes de que dejara de llover: en su novia, en qué haría aquella tarde, en la última película que vio. No pasaba nada, obviamente... ya, de Perogrullo, pero no estaba mal volverlo a decir. En Europa vemos un charco y hacemos mil equilibrios para sortearlo; en India ni lo ven, lo atraviesan sin más. También la vida y la muerte son distintas en estos dos continentes. También es cierto que ahora no me quedaría a vivir en aquel país. Sin embargo India me seguía enseñando profunda e intensamente.
Las fuentes de la emoción. Hoy no es día de lluvia sino de sol; atravesamos el paisaje del cono sur africano, entre Johannesburgo y Durban, en la costa del mar Índico. Hay una palabra inglesa que me gusta especialmente, el verbo to struggle. Lo aprendí hace muchos años; me lo enseñó mi hijo Guille, un tiempo en que a ratos usaba parte de su paciencia para ayudarme a aprender inglés. To struggle, luchar contra algo, hacer con dificultad. Ayer aparecía constantemente en los paneles o en los vídeos que se proyectaban en el museo del Apartheid en Johannesburgo. El otro día recordaba junto a Soweto, otro lugar de Polonia, Austwich. Aquel verano de viaje por Polonia, cuando después de recorrer con el alma en un puño el entero escenario de los horrores nazis, ya parecía que el recorrido por el campo de concentración había finalizado, fuimos a parar a dos reducidas salas de donde colgaban un buen número de retratos. Se trataba de las imágenes de los hombre y mujeres que habían organizado y dirigido desde dentro del campo de concentración la resistencia, los que con grandes esfuerzos y extremo peligro de sus vidas fueron capaces de dar a conocer al mundo el genocidio que los nazis estaban perpetrando. Y a mi ánimo, que hasta entonces se había mostrado impresionado por el horror, pero tranquilo, empezó a manarle, mirando aquellos rostros, leyendo la lucha que habían llevado a cabo, una humedad que anegaba mis ojos. La emoción no venía del horror sino del conocimiento de la dura lucha que aquellos hombres sostuvieron en medio de dificultades inenarrables.
La fuente de la emoción. ¿Cuál era la razón de mi emoción ayer tarde mientras recorría las salas del museo del Apartheid? ¿En qué instante empezaron a humedecérseme los ojos hasta el punto de tener que buscar un rincón donde aquietar mi emoción? El museo es una sobria instalación de piedra en cuyo recorrido se van encontrando todas las claves de la historia del apartheid hasta el momento decisivo de la excarcelación de Nelson Mandela y su posterior ascensión a la presidencia de la nación. La emoción, en su punto final estaba compuesta por la acumulación de una larga historia en donde miles de personas habían perdido la vida en la lucha por la libertad. La fuente de mi emoción estaba clara, de la misma manera que lo estaba en Austwich; el recuerdo de esos hombres y mujeres era la fuente de la emoción de entonces.
Las fuentes de la emoción, the struggle, la lucha decidida por un objetivo difícil, el cumplimiento de un proyecto importante. Todo el mundo tiene un puñado de emociones que recordar. Yo quiero terminar estas líneas recordando una emoción que me cogió de sorpresa; una mañana que alcancé una cumbre desde la que se veía el mar Cantábrico. Había partido a primeros del mes de julio de la orilla del mar Mediterráneo y durante cuarenta días había caminado en solitario por la espina dorsal del Pirineo. Cuando aquella mañana me asomé a una cumbre, que la luz de temprana del amanecer hacía agradable en extremo, me encontré de golpe con el mar. Fue bajando aquella ladera, rumbo al Cantábrico, que en determinado instante la emoción me desbordó, se me vidriaron los ojos y lloré lleno de una felicidad simple y hermosa. En aquellos minutos debieron de concentrarse las tormentas, los largos días de caminar bajo la lluvia o entre la niebla, la salvaje soledad de los hayedos, el eco de mis propios pasos desde el amanecer hasta el final de la tarde: una hermosa e inútil aventura en la que yo y mis emociones vivieron una intensidad poco habitual.
¿Cuáles son las fuentes de las emociones de cada uno de nosotros?
Y ahora, volviendo a Descartes, ¿no nos servirá conocer ese origen de las emociones para aprender a encontrar en la vida los caminos por los que hemos de echar a andar?
Johannesburgo-Durban, 7 de julio
Hace días mandaba una carta a mis hijos en la que abundaba sobre un concepto que me es muy caro, indagaba en las fuentes de la emoción. Era un día de lluvia en la ciudad de Bombay. Esa mañana había decidido cancelar una apretada agenda. Llovía. A veces la lluvia estimula una parte puntual de mi cerebro, aquella en donde tiene lugar el nacimiento de las emociones. Sucedió entonces. Quizás mi organismo estaba predispuesto a ello. Llevaba días que necesitaba tranquilizarme. Demasiado ruido, demasiado movimiento el mío siempre de un lado para otro, quizás, aunque a veces fuera tan sólo ruido y movimiento bajo el hueso del cráneo. Aquella mañana abrí la espita y dejé que poco a poco el ruido fuera saliendo de mí; notaba cómo se escurría por mi ánimo abajo y en su lugar se instalaba un cierto silencio, un ruido de aguas lejanas. Me fui tras ellas; no era la fontana junto a la que dormía Alvargonzález, se trataba más bien del aliento de Ariel inspirando en Caliban un retorno al hombre bueno de Rouseau; Miranda andaba por allí como deseosa de interpretar aquella cantarina brisa que le venía tan de mañana junto al ruido del oleaje tranquilo tras un día de tempestad. Recordé unos párrafos de Pennac, creo que en El dictador y la hamaca, en que un personaje muere viendo una película de Chaplin. Tras la finalización de la película, la acomodadora mira absorta los ojos del espectador en cuyos pupilas ella todavía podía leer las fuentes de la emoción.
Las fuentes de la emoción. Y la mañana discurría en los brazos de una larga digresión-susurro mientras la luz iba invadiendo nuestra habitación del último piso de la calle más concurrida de Bombay. Hasta Descartes correteaba por allí, y eso que cuando leí a este sabio apenas me enteré de nada; cosa que me sucede con cierta frecuencia, aunque también es verdad que aunque no me entere leyendo muchos libros, sí acierto de vez en cuando a hacerme con esas pequeñas joyas que todos los buenos libros guardan en su interior. La joya cartesiana decía, más o menos, que ya hará treinta años que lo leí, que las bases esenciales del conocimiento han de buscarse en la experiencia del propio vivir. Venía a decir que lo que hay que hacer para alcanzar la sabiduría es rastrillar la vida, buscar con la lupa de cazar mariposas bonitas aquello que durante nuestra existencia ha aventado nuestras emociones, nuestro infinito regocijo, el gusto por la vida, todas aquellas situaciones que nos han hecho sentirnos amorosamente bien.
A las fuentes de la emoción le salieron también algunos otros brotes aquella mañana; uno hablaba sobre la necesidad de considerar la sinceridad como si fuera la clave que ha de sujetar el edificio de las relaciones y la convivencia; otro expresaba el hecho de que en general no nos tomamos la vida suficientemente en serio, precisamente porque no atendemos a ese conocimiento cierto que mana de la fuente de las emociones genuinas; y otro último que abogaba por un retorno a las fuentes y que no era otra cosa que decirse de continuo que hay que volver a ellas siempre; volver impenitentemente a nuestras raíces, a aquello que mana dentro de nosotros con cantarina alegría, perseguir el soplo ligero de Ariel, la sutil fuerza de lo importante, la entrañable convocatoria de los seres queridos; nosotros, nuestros muertos, sí, nuestros muertos (ayer mismo volví a reescribir la entrañable escena en que mi madre moría entre mis brazos mientras la chimenea vestía de amor y fuego el fin de una vida, confirmaba con su intemporal danza de rojo la sangre roja, la que nos da la vida pero también la muerte). Muertos y vivos; muerte y vida, son en cierto modo parte de la misma cosa; de aprender a morir puede nacer también la alegría; la alegría viene de la paz con uno mismo, de la paz con los otros, de la entrañable comunión de unos seres con otros. La muerte puede no importar; nadie puede quitarnos a un ser querido de entre los brazos, nadie. Vendrá la tristeza, porque la tristeza es a veces la manera en como nos encontramos con la esencia de nosotros mismos, con la de las personas que queremos; a veces la tristeza es un regalo, nuestros poros se abren, se bañan como una esponja de lo mejor de nosotros mismos, de lo mejor de los otros, estamos más cerca. No hace falta resistirla, ya se irá ella cuando lo crea conveniente; pero tampoco la alimentemos; lluvia que pasa. A la tarde la temperatura será más suave, los colores adquirirán las tonalidades pasteles de algunos cuadros de Cezanne; no pasa nada. Vivir con la lluvia, aprovechar ese ahondamiento en nosotros que produce la tristeza-lluvia, el ruido intemporal de esa fuente; fuente de las emociones. No hay otro modo de vivir la comunión con los otros. Saber que la vida es también tristeza, es congratularnos con nosotros mismos, con una parte de nuestro yo que no podemos desechar.
Sólo hay que intentar el equilibrio, un horizonte siempre, la utopía en la línea final del mar, allá donde los montes y el mundo parecen acabarse. Pero sin asustarse, ya conocéis aquella breve historia de Kalhil Gibram, esos dos personajes, la alegría y la tristeza, que al otro lado del río, en la distancia, confundían sus papeles y sus atuendos. Para el lejano viajero que las contemplaba no dejaban de ser un mismo personaje.
Aquella mañana, escribiendo aquellas líneas, se me humedecen los ojos. Ni siquiera los espacios tan infinitos como la muerte son capaces de aminorar la extraordinaria presencia de los seres queridos. Y no hace falta echar cuenta de la física cuántica, es algo sinestésico, táctil a nivel emocional; todos estamos ahí. Tranquilo, no pasa nada, me decía.
Llovía. La fuente de las emociones manaba en abundancia en aquella tierra de contrastes. Allá abajo, en lo hondo de la calle a la que yo me asomaba en Bombay, había un enorme charco. Veía a los transeúntes atravesarlo, no se molestaban en sortearlo, los saris rozaban el agua, las sandalias chapoteaban en su hondo, alcanzaban la orilla. Después, en algún momento, saldría el sol, las sandalias se secarían y el caminante del charco continuaría pensando en lo que tenía en mente antes de que dejara de llover: en su novia, en qué haría aquella tarde, en la última película que vio. No pasaba nada, obviamente... ya, de Perogrullo, pero no estaba mal volverlo a decir. En Europa vemos un charco y hacemos mil equilibrios para sortearlo; en India ni lo ven, lo atraviesan sin más. También la vida y la muerte son distintas en estos dos continentes. También es cierto que ahora no me quedaría a vivir en aquel país. Sin embargo India me seguía enseñando profunda e intensamente.
Las fuentes de la emoción. Hoy no es día de lluvia sino de sol; atravesamos el paisaje del cono sur africano, entre Johannesburgo y Durban, en la costa del mar Índico. Hay una palabra inglesa que me gusta especialmente, el verbo to struggle. Lo aprendí hace muchos años; me lo enseñó mi hijo Guille, un tiempo en que a ratos usaba parte de su paciencia para ayudarme a aprender inglés. To struggle, luchar contra algo, hacer con dificultad. Ayer aparecía constantemente en los paneles o en los vídeos que se proyectaban en el museo del Apartheid en Johannesburgo. El otro día recordaba junto a Soweto, otro lugar de Polonia, Austwich. Aquel verano de viaje por Polonia, cuando después de recorrer con el alma en un puño el entero escenario de los horrores nazis, ya parecía que el recorrido por el campo de concentración había finalizado, fuimos a parar a dos reducidas salas de donde colgaban un buen número de retratos. Se trataba de las imágenes de los hombre y mujeres que habían organizado y dirigido desde dentro del campo de concentración la resistencia, los que con grandes esfuerzos y extremo peligro de sus vidas fueron capaces de dar a conocer al mundo el genocidio que los nazis estaban perpetrando. Y a mi ánimo, que hasta entonces se había mostrado impresionado por el horror, pero tranquilo, empezó a manarle, mirando aquellos rostros, leyendo la lucha que habían llevado a cabo, una humedad que anegaba mis ojos. La emoción no venía del horror sino del conocimiento de la dura lucha que aquellos hombres sostuvieron en medio de dificultades inenarrables.
La fuente de la emoción. ¿Cuál era la razón de mi emoción ayer tarde mientras recorría las salas del museo del Apartheid? ¿En qué instante empezaron a humedecérseme los ojos hasta el punto de tener que buscar un rincón donde aquietar mi emoción? El museo es una sobria instalación de piedra en cuyo recorrido se van encontrando todas las claves de la historia del apartheid hasta el momento decisivo de la excarcelación de Nelson Mandela y su posterior ascensión a la presidencia de la nación. La emoción, en su punto final estaba compuesta por la acumulación de una larga historia en donde miles de personas habían perdido la vida en la lucha por la libertad. La fuente de mi emoción estaba clara, de la misma manera que lo estaba en Austwich; el recuerdo de esos hombres y mujeres era la fuente de la emoción de entonces.
Las fuentes de la emoción, the struggle, la lucha decidida por un objetivo difícil, el cumplimiento de un proyecto importante. Todo el mundo tiene un puñado de emociones que recordar. Yo quiero terminar estas líneas recordando una emoción que me cogió de sorpresa; una mañana que alcancé una cumbre desde la que se veía el mar Cantábrico. Había partido a primeros del mes de julio de la orilla del mar Mediterráneo y durante cuarenta días había caminado en solitario por la espina dorsal del Pirineo. Cuando aquella mañana me asomé a una cumbre, que la luz de temprana del amanecer hacía agradable en extremo, me encontré de golpe con el mar. Fue bajando aquella ladera, rumbo al Cantábrico, que en determinado instante la emoción me desbordó, se me vidriaron los ojos y lloré lleno de una felicidad simple y hermosa. En aquellos minutos debieron de concentrarse las tormentas, los largos días de caminar bajo la lluvia o entre la niebla, la salvaje soledad de los hayedos, el eco de mis propios pasos desde el amanecer hasta el final de la tarde: una hermosa e inútil aventura en la que yo y mis emociones vivieron una intensidad poco habitual.
¿Cuáles son las fuentes de las emociones de cada uno de nosotros?
Y ahora, volviendo a Descartes, ¿no nos servirá conocer ese origen de las emociones para aprender a encontrar en la vida los caminos por los que hemos de echar a andar?
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