Ciudad del Cabo – Windhoek (Namibia), 19 de Julio
El autobús cabecea de vez en cuando como un barco que fuera embestido de frente por las olas. Terminé una carta a mi amiga desconocida, concluimos los trámites de las oficinas de inmigración en la frontera entre Sudáfrica y Namibia, y el pasaje, tras un pequeño intervalo en el que se tomaba té o café, se quedó sopa, se sumió en el sueño. Las luces se apagaron y el monótono rodar del autobús por terreno desértico, iluminado débilmente por una luna cuyos cuernos se alzan a lo alto como los de una res encaramada en el cielo, se convirtió en ruido de fondo que acompañaba agradablemente mi lectura. Noche de viaje. Comenzamos a rodar a las diez de la mañana en Ciudad del Cabo y cuando empiece a amanecer estaremos llegando a Windshoek, la capital de Namibia. Me desbelé. Voy a aprovechar el silencio de la noche para mirar dentro de eso que más arriba he titulado Las fuentes del dolor.
En días pasados era las fuentes de la emoción; hoy, paralelamente, leyendo un texto de Naipaul sobre Indonesia (Al límite de la fé, Entre los pueblos conversos del Islam), me encuentro una idea que roza aquella en lo que son las causas y razones esenciales de alguno de nuestros estados de ánimo más penosos. El concepto de sufrimiento viene asociado para mí en este instante al dolor que nuestro comportamiento puede generar en el otro; me refiero especialmente a ese entorno que podemos llamar afectivo o amoroso; dos conceptos con distinto valor de intensidad pero que apuntan en la misma dirección del deseo, del aprecio del otro aunque sea en grado diferente.
Los dolores que nos causamos unos a otros pueden ser tremendos. Alguien que ama puede dejar de amar, y si la situación no es recíproca necesariamente el dolor aparece en el otro; bien poco se puede hacer en este caso. Alguien que ama con una necesidad en que la exclusividad es un elemento inherente a ese amor (suponiendo que eso sea amar), sufre cuando la persona amada mira a derecha o a izquierda, digamos a otro hombre o mujer (el amor es exclusivista, se oye decir muchas veces, y quizás se oye decir más desde el lado femenino. Las malas lenguas podrían decir que más bien la razón sea que los varones son más libidonosos –algo más bien incierto, lo de libidinosos, digo, que ya se sabe que hay quien las mata callando-). El/la exclusivista del amor produce dolor, quiere al objeto de su amor al modo de ese Dios bíblico, Yavhe, que prefería exterminar a todos sus oponentes y aquellos que se habían ido tras algún becerro de oro antes de compartir las migajas de una devoción no exclusiva (Amarás a Dios sobre todas las cosas: esa clase de bestia celosa que se asomaba al catecismo Ripalda de la infancia. Puro primitivismo, acto para un pueblo de esclavos; mercantilismo, tú me amas y a cambio yo cuido de ti, te alcanzo el gelocatil cuando estás pachucho). Produce dolor el despecho, la incomprensión del otro. Produce dolor el egocentrismo; también la sequedad del otro cuando nuestro ánimo está húmedo, caliente, sediento. Dolores siempre recíprocos, aunque no igualmente justificados, porque mientras en uno es perplejidad, amor contrariado, alucine... en el otro es furia desatada, celos purulentos.
Habíamos decidido viajar a Keetmanshoop para acercarnos a Fish Cagnon River, pero queda demasiado fuera de camino, falta transporte público, llegábamos a las doce de la noche y el hotel no había contestado a nuestra petición de reserva. Nos sentimos acogidos por la comodidad del autobús. Sucede a veces que a uno le entren ganas de no bajarse de este vehículo que atraviesa el continente; mirar desde el segundo piso el paisaje, hacer meditación zen, pensar en esos terribles celos que amargan las vidas de algunas personas, considerar qué es eso del amor, considerar sus diferencias con una póliza de seguros, con un negocio en donde las partes contratantes se ven sujetas a obligaciones recíprocas y taxativas; considerar qué es eso de la fidelidad y la confianza; desbrozar el campo tan lleno de hierbas inmundas; decidir que uno preferiría vivir solo en un bosque a tener por compañero/compañera a alguien que no sabe mirar a los ojos, que desconoce el afecto, la ternura, la confianza en el otro. Uno aprende cosas mirando por la ventanilla del autobús; se lo decía hace un momento en un correo a mi amiga desconocida. No sabe exactamente el qué, pero aprende; y mucho. Sería preferible el destierro y la soledad a soportar al lado a alguien que te persigue con los zurriagazos de los celos, con la lengua bífida, con el título de propiedad en alto; el título que avalaba la propiedad de algunos seres humanos de tez negra en el siglo XIX. Esto no es conocimiento, es tratar de poner en palabras algo más sutil, irse por las ramas con las comparaciones, que no es lo mismo que lo que uno sabe y conoce mirando atravesar los bosques, las montañas inundadas por la calina blanquiazul que recorría las laderas hoy mientras caía la tarde. Pero a falta de pan, ya lo decia mi madre, más valen tortas; este intento de aproximación.
El celoso sufre porque no sabe amar. En gran parte sufrimos porque los Reyes Magos no nos traerán el juguete preciso y determinado que nuestro antojo, nuestro deseo ha puesto en su punto de mira. Y nos revelamos contra ello, abrimos la espita del llanto. Llanto contaminado de aguas sospechosamente poco claras.
O acaso sufrimos, como decía mi amiga con nombre de flor, porque dejamos de dar pedales. Ya se sabe, cuando uno deja de dar pedales, la relación se va al suelo, al carajo, todo va por tierra. Dar pedales. Sí, sufrimos a la postre porque en muchos momentos de nuestras relaciones hemos dejado de dar pedales. Hasta la Luna se caería encima de nosotros si perdiera velocidad, si se durmiera en los laureles. Porque, de la misma manera que el mundo da vueltas sin que le empujemos, creemos que nuestras relaciones y afectos es lo mismo. No señor, dar pedales y además mirar a todas las chicas bonitas con las que nos cruzamos; que pa eso están ahí, coño, para ser miradas... y que bien que les gustan, por cierto; que no, que no se va a hundir el mundo por eso. Que un árbol con raíces no se cae así por las buenas, que el mundo no es una tarta de bodas ni un viaje de luna de miel (por cierto, que qué horror, ¿no?... bodas, trajes, tartas, hoteles de veinte estrellas, con lo oportuno que podía haber sido hacerlo en aquel Simca 1000 que cantaban (¿Los Brincos, Los Sirex?)... todo aséptico, novedoso, como de ricos vamos, pero sin ser ricos... penita).
Sufrimos en fin, qué le vamos a hacer, cuando nuestros caminos no coinciden o no coinciden del todo; cuando podemos guardarnos afecto pero éste no llega a ese bochornoso estar siempre pensando en la persona que acapara nuestros sueños.
Naturalmente, mi amiga, con la que tanto disiento, ayer mismo no más hablando de expresión, en la valoración del modo en que afirmo tantas cosas, tendrá materia más que suficiente aquí para discrepar. Peor sería que el régimen no ofreciera ideas, porque entonces no habría posibilidad de debate. Pero habiendo ideas nada más sano que debatirlas y buscarles las cosquillas a los argumentos. A lo mejor así esto dejaba de ser un permanente monólogo y se convertía en algo más divertido y atractivo por obra y gracia de la discrepancia.
Las fuentes del dolor. Hay un dolor remediable y otro que no lo es. Al que no lo es más vale recluirlo en un monasterio zen o echar mano de la paciencia del santo Job, pero para el que sí tiene remedio porque sólo reside en la cabeza de uno, bien vendría el hacer el esfuerzo de emprender un largo viaje y derrochar muchas horas en mirar el campo, el mar, las montañas.
Llenarse el cuerpo y el alma de montañas y bosques, como dice nuestro amigo Santiago Pino, que no estudió psicología pero que conoce la sabiduría de enterrarse en la naturaleza a caminar cuando uno se ve atosigado por las penas o el desánimo.
En fin, más que refocilarnos masoquistamente en el dolor, echarle una mirada, ver de qué está hecho. Es bueno visitar las fuentes de todo. Henry Roth, en Como una corriente salvaje, hablaba con frecuencia de volver a las fuentes, un concepto ambivalente que tanto serviría para volver a encontrar la materia prima esa de que puede estar hecho el amor, como para ver precisamente donde “nuestros amores” naufragan en medio de un reguero de sangre porque no somos capaces de reencontrar esa edad de la inocencia que perdimos algún día.
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