Paradojas


Bulawayo – Masvingo, 4 de agosto

Venimos del campo de batalla, así que suerte por haber salido casi indemnes. La pantalla de mi ordenador se quebró en dos, cruza su superficie una gran dibujo irregular parecido a un espejo al que se le hubiera saltado el azogue; el tercio izquierdo de la pantalla ha desaparecido, ahora es de un blanco oxidado, y horizontalmente hay otra banda de un grosor similar que va de parte a parte imitando los trazos de alguna bandera. El resto está surcado por grandes nebulosas, como agujeros negros frotando dentro del universo de mi principal herramienta de trabajo. Además de estrábico, tuerto, y medio sordo, ahora esto, lo que me faltaba. Pero como digo llegamos bien, bonitos y contentos de un viaje sumamente colorista, que incluso, si hay oportunidad de encontrar un ordenador que funcione, podré ilustrar con algunos retratos de nuestros compañeros de penurias. Termino con la introducción y paso a mi post de hoy que mediohice en el último tramo del viaje cuando el asiento próximo quedó libre.
Satisfacer las necesidades básicas y encontrar la oportunidad de divertirse un poco. Que los juegos no sean encerronas, sólo juegos; y mejor si están llenos de intensidad; intensidad no fatua, intensidad inteligente. Después de la rotura de las gafas y el portátil, no estaba mal comenzar así, era la impresión que tenía mirando a la gente a mi alrededor un buen rato después de que el autobús se hubiera puesto en marcha. Había una conversación general que iba de parte a parte del vehículo. Algo acalorado que exaltaba a unos y hacía reír a otros. Hablaban de política y de dinero, tema que debe de ser el pan de cada día aquí. Cuando tomé asiento y saqué mi cuaderno, ese era el ambiente. La gente se divertía despreocupadamente. Estos personajes que aparecen en la fotografías eran parte del cotarro de la reunión.
El bus había salido a las cinco de la mañana; a esa hora, después de que todos los asientos estuvieran ocupados, veinte o treinta personas forcejeábamos por conseguir acceder al peldaño de la puerta del autobús, negros y negras, un par de blancos –nosotros-, mujeres con el atajo a la espalda donde siempre va un niño, un gordinflón de traje y corbata.... Toda la fuerza disponible para hacerse un sitio, no perder el agarre de un manubrio, el filo de la puerta, algo con que contrarrestar el empuje que me venía por la derecha. Cosa parecida debe de ser aferrarse a un bote de salvamento donde no cabe un alma. Aquí fue donde mis gafas y mi portátil debieron quebrarse. Notaba mi corazón disparado por el esfuerzo. También mantengo con energía mi posición por la izquierda tratando de impedir el paso a un individuo que quiere forzar mi brazo para pasar delante. Me aseguro de que Victoria no quede atrás. Cuando alcanzamos la puerta a ella se le engancha el macuto en algún lugar, y desde atrás empujan hasta desgarrar casi las correas. Finalmente logro desenganchar el tirante con gran esfuerzo y ambos ponemos pie en el interior. El pasillo ya esta casi lleno y no hay espacio reservado para el equipaje. Ahora arrastro el macuto entre los asientos por un espacio más estrecho que el propio macuto. Los pasajeros llevan el equipaje sobre las piernas, grandes bultos que los aprisionan contra el respaldo. Voluminosos culos de negras que sortear, barrigas, un anciano que mira desde una edad enorme aquello con escepticismo. Sobrepasando a un hombre grueso apaciblemente sentado, me dedica una sonrisa; ¡funy!, le digo, y suelta una carcajada. Una lucha campal en la oscuridad negra atestada de gente de color; local people, que dicen aquí. Ni turistas ni viajeros utilizan estos medios bárbaros de transporte. Y nosotros no es que lo busquemos, es que es el modo en que se viaja en este país. Si no logras un sitio hoy tendrás que venir mañana, o esta tarde. La lucha campal va a ser similar. Los autobuses no tienen horarios. Para el anterior que tomamos, en Victoria Falls nos dijeron que las cuatro de la mañana era buena hora para ir; fuimos a las tres y cuarto y pillamos asiento de casualidad; hoy nos dijeron a las seis y a las cinco el autobús estaba ya como estaba. Cuando el vehículo está lleno, no lleno como en nuestro país, sino cuando ya no cabe una mosca, se arranca. Desde delante nos empujan hasta que ya no es posible apoyar los dos pies en el suelo. Quince minutos más tarde nos ponemos en marcha. Ahora es el momento de las chirigotas y las risas; el público está feliz después del pugilato para hacerse un hueco en el pasillo para sí y para el equipaje. Todo el autobús suelta la risa tras la cháchara de un negro de aspecto mordaz que le saca punta a todo en medio de la oscuridad. Admirable buen humor el de esta gente.

Amanece. Mientras, mis pensamientos, despacio, despacio, se van acomodando a la marcha tranquila del autobús; por ciento que terribles, incómodos, multitudinarios, sin paradas para mear, pero sin, tan bien, ¡gran ventaja!, sin televisión... naturalmente, lo que quiere decir que uno puede pensar, disfrutar del paisaje y ser acompañado de la racha de buen humor de los compañeros de viaje. Decía que los pensamientos se me habían ido de paseo, y en algún momento se encontraron intentando hacerse un hueco entre la maldad y acaso el amor de una amante. Era el mundo de las paradojas en las que tan frecuentemente incurrimos; como este modo de viajar, que no busco, pero que me encuentro y después disfruto, de la misma manera que el personal que me rodea. Paradojas. Y es que a veces hacemos prolijo uso de las paradojas, el tiempo sin tiempo de mi hijo Mario, el odio-amor, una alegría teñida de tristeza. Paradojas que esconden en ocasiones verdades tan densamente consistentes como para poder saciar con ellas toda nuestra sed de comprensión, pese a su apariencia inexplicable, dada nuestra afición a pasar por el tamiz de la razón todos los asuntos. Y no lo digo yo solo, que el otro día volví a retomar otro de los volúmenes de los ensayos de Montaigne, y allí estaba escrito (lease en De la inconstancia de nuestros actos). Los latinajos lo corroboran:

Malum consilium est, quod muturi non potest.

Mala opinión es la que no se puede cambiar (esto de citar en latín en medio del barullo de este autobús suena a cachondeo, pero ahí está... y que conste que nunca fui capaz de aprender latín). Así que si junto al reconocimiento de nuestra afición por mudar de opinión, colocamos también la afición a las paradojas, es como dar un pasaporte válido a cualquier cosa que te pase por el ánimo. Montaigne no sólo hablaba de la facilidad con que mudamos de parecer sino de la evidencia de que vivimos en continua contradicción con nosotros mismos y con los otros, y por consiguiente en continua lucha... no sólo lucha amorosa, claro.

El viaje da para mucho hoy. Las tiendas y los supermercados de Victoria Falls, nuestro anterior destino, y Bulawayo, ofrecían un aspecto desolador; largas hileras de estanterías vacías, en donde yacían como condenados en un mundo de austeridad, algunas latas de alubias, otras de mermelada, algunas sopas; junto al supermercado había una larga cola que doblaba la manzana, era la cola del pan. Ayer tardamos una hora en encontrar un lugar en donde comer algo, trozos de cordero guisado (más hueso que cordero) y sadza, algo parecido a la polenta italiana. Después buscamos un cíber. En una hora sólo pude acceder a la bandeja de entrada y comprobar que había dos correos, uno de Santiago y otro de mi amiga con nombre de flor; ninguno de los dos los conseguí leer. Había sacado mi novela de Nadine Gordimer, El conservador, y leía mientras mi cuenta del Google intentaba abrirse paso en el ciberespacio. Pensaba en estas cosas oyendo las continuas bromas de los pasajeros.

Amanecía muy bonito hoy, un sol rojo como un medallón de hierro recién sacado de la fundición.
Satisfacer las necesidades básicas y encontrar la oportunidad de divertirse. Hacía un rato que había un cierto sosiego en el autobús, cuando un hombre a mi lado, gorro de tela de ala mediana, barba de dos días y aspecto de padre de familia responsable, se alza y llama a voces al conductor; habla con él desde su sitio. El pasaje arranca en una carcajada, y él toma a su nena que lleva en brazos, tres años acaso, y la pasa por los aires a los pasajeros de los asientos delanteros; más risas, caras risueñas, comprensivas de los límites de aguante de los esfínteres infantiles. Paramos. El buen humor ha subido unos puntos. La comprensión del público para las necesidades primarias: hacer pis. Follar también es una necesidad básica pero el público sudafricano, blanco, de la novela de Coeetze que terminé ya hace días, miraba rijoso y nada divertido esta necesidad del protagonista: lo exilan, lo dejan sin trabajo. Estos negros y negras de hoy son más comprensivos. Cuando la nena vuelve en volandas, entre las nuevas risas de los pasajeros, muestra un morro de enfado. Esto de que una tenga que servir de chirigota a tanta gente no le gusta. Salta finalmente junto a su padre y se encoge enfurruñada entre sus brazos.

El autobús para de vez en cuando y, entonces, una montonera de aspirantes a viajeros atraviesa corriendo la nube de polvo que ha dejado el vehículo y forcejea por subir al autobús. Sólo lo consiguen dos o tres de ellos. Arranca, miro fuera y veo reír y gastar bromas a los que se quedan en tierra en medio de sus bultos. Ríe mucho esta gente. El tiempo existe menos que en Occidente, acaso puedan coger algún autobús a lo largo del día. Mientras, se ríen, charlan, pasan el tiempo con sus chirigotas.

Sí, no sólo de pan vive el hombre, que ya lo decía el Evangelio; y es cierto, porque no todo es reír, hacer pis, follar o llorar desconsoladoramente por la amada de otro tiempo. También es cierto que no son excesivas las cosas que se necesitan para vivir medianamente bien. Estos días, por ejemplo, me da lástima el protagonista de Gordimer, un tal Mehring, un hombre de negocios de altos vuelos cuya actividad en definitiva más gratificante se desarrolla en una finca en donde pasa los fines de semana plantando árboles o vigilando la cosecha de trebol, o cuidando que los huevos de las gallinas de Guinea no se pierdan entre los setos. El señor Mehring, los fines de semana, trata de olvidarse de los negocios, de su vida formal, la que le da nombre y prestigio en el mundo, plantando arbolitos y durmiendo la Nochevieja en un saco de dormir mientras contempla las estrellas desde su finca.

Y el bus para en un enorme recinto con aspecto de desguace lleno de autobuses con las tripas al aire. Problemas. No se puede salir fuera. Somos demasiados, tardaríamos una hora en recomponer las piezas de este puzzle humano. El fresco de la mañana empieza a convertirse en agobiante calor de rebaño apretujado que mira paciente al exterior; suelo de cemento lleno de aceite, más lejos un páramo sobre el que brillan las ramas desnudas de algunas acacias.

Encontrar la oportunidad de divertirse un poco. Pero de hecho contravenimos con frecuencia esta básica ley de la vida, y llevados por fuerzas, aquí dirían atávicas, para explicar alguna que otra masacre (Ruanda, Liberia, por ejemplo), o irracionales, en el extremo más sencillo de la cotidianidad, nos dedicamos a hacer la puñeta unos a otros; o a hacérnosla a nosotros mismos, perdiendo con frecuencia algún norte elemental. Y mira que si todavía nos damos cuenta a tiempo, vale, pero si no es así, si sólo nos han puesto delante un señuelo de esos con que engañan a los galgos por delante del hocico en un canódromo...

De estas cosas se compone hoy el viaje. Y menos mal que parece que no ha habido que meter mano al motor y ahora estamos otra vez en la carretera aunque con un ruido mecánico muy sospechoso que en cualquier momento puede añadir diversiones suplementarias al viaje. Estamos en África, paciencia. Los ciento y pico pasajeros de este trasto no sucumbirán a la debilidad de protestar por nada. Es lo habitual. Aquí no se tiene prisa. Carpe diem.

Y le toca el turno al dinero. Cuando entramos en el país, con el lío del visado de Zambia, ni sé a cuanto cambiamos, pero después, más tranquilos, nos pusimos a hacer indagaciones, porque había algo que no cuadraba. En la frontera de Zimbabwe nos habían ofrecido cien mil dólares de este país por euro. Así que para comparar cambios nos pasamos por las oficinas del primer banco que pillamos. ¿El cambio, por favor, del euro? La contestación: 341 por un euro (????). Salimos, sin cambiar, claro. En el hotel nos dan 160.000 zimbabwe dolars por euro. Bueno, pues después de una semana en este país todavía no nos aclaramos del todo. Tendremos que tomar clases de economía cuando lleguemos a casa. Algunos precios no cuadran entre ellos, un billete de tren para quinientos kilómetros 100000 dólares, entrar en un servicio 10.000, una noche de hotel medianamente barato 3.000.000. De momento, ayer previendo gastos para estos cuatro o cinco días, cambiamos 130 euros a 180.000 dólares, nos dieron 23.200.000 dólares. Total que nuestros macutos van cargados hasta la mitad de billetes de banco. Si hubiéramos cambiado en el banco, o sucumbido a sacar dinero con la tarjeta de crédito, nos hubieran dado 44.200. Llevamos dos días devanándonos los sesos para intentar comprender cómo funciona la economía de este país de inflación galopante. Esperamos que los veintitantos millones de dólares que llevamos en los macutos, nos den para llegar en unos pocos días a la frontera de Mozambique. El Gran Zimbabwe, que prestó su nombre al país, es el principal centro arqueológico de África al sur de Egipto. El pueblo Shono tuvo aquí su centro de expansión a partir del siglo XI, una cultura que desapareció totalmente a principios del siglo XIX. Esta cultura es la razón de nuestro viaje a esta parte del país. Hoy, de la mano de Mugabe, este país sigue los pasos de los antiguos países del Este. Ayer mismo, en Bulawayo los supermercados nos recordaban aquellos otros que visitamos en Checoslovaquia a principio de los ochenta, un enorme espacio en donde los productos a la venta se podían contar con los dedos de la mano. Las comunicaciones también son lentas. Los servicios de Internet, los pocos que hay, van trabajando cada vez con más lentitud; ayer en una hora no fuimos capaces siquiera de recoger el correo, había algunas cartas en la bandeja de entrada, pero fue imposible abrirlas. Las velocidades de Internet parecen ir descendiendo en relación a la renta per capita. No sabemos si podremos seguir trabajando siquiera con el correo. Unos datos para hacerse una idea: Renta per capita de España, aproximadamente, 30.000 dólares; Sudáfrica, 3.000; Zambia, 200; Zimbabwe, 500; y Malawi hacia donde nos dirigimos, ciento y pico. Si hubiera una correlación entre la velocidad de Internet y la renta, está claro que en unos pocos días nos quedaremos incomunicados

Hace un momento estaban tan contentos por la parte trasera del autobús, que me decidí a sacar la cámara. Pedí permiso y un grupo de pasajeros asistió sonriente. Después de hacer algunas tomas cundió la curiosidad y ya fue coser y cantar, algunas mujeres pedían ser fotografiadas. Había tan poquita luz y eran todos tan tan negros, que ni siquiera una sensibilidad de 1600 ASA bastaba para hacer los retratos. Confiemos en que algo salga.

Satisfacer las necesidades básicas y encontrar la oportunidad de divertirse un poco. El autobús termina por llegar a destino. La bus station, era una feria de color y gente asaltando nuevos autobuses con nuevos destinos. Es sábado, esta ciudad rinde culto de procedencia británica y centroeuropea: austeridad y contención. Las calles están casi vacías, limpias, los negocios cerrados a cal y canto. Sólo conseguimos encontrar unas pocas mandarinas, unos tomates, un poco de chocolate y algo de pan. Para ser sábado por la tarde el panorama es más bien triste. Recordamos el ambiente festivo de los negros de Saint Louis, al norte de Senegal; el barco en que viajamos en Malí camino de Tombuctú: aquella gente llevaba la música en el cuerpo, los oías cantar o bailar tras cada esquina. Hoy nos sorprende esta quietud de fiesta de guardar, que sólo será interrumpida al día siguiente, cuando visitemos el Gran Zimbabwe, por los cánticos religiosos que entonaron durante todo el viaje los pasajeros. Se les veía felices y contentos; cantaban con entusiasmo. Quizás tenga que repasar yo las opiniones que vertía el otro día en un post que titulaba Religiones primitivas. Si una de las posibles razones de la vida es ser feliz y esta gente lo parecía tanto, quizás habría que ver cómo cuadra esto con lo que decía allí. Si satisfacer las necesidades básicas y encontrar la oportunidad de divertirse un poco es importante, acaso haya que volver a plantease el modo con que percibimos a todas estas culturas que habitan el continente, quizás tengamos que reconsiderar la suficiencia con que nos solemos referir a sus habitantes.

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