Blantyre (Malawi), 11 de agosto
Años atrás, en la larga cola de inmigración para atravesar la frontera entre El Salvador y Honduras, hablando con un vecino de Tegucigalpa, terminamos, cómo no, llevando la conversación hacia los principales males de América Latina. Nuestro interlocutor, un hombre grueso y de mirada tranquila, con aspecto de haber pasado ya por encima de las veleidades de opiniones poco responsables, nos decía que sin lugar a dudas el problema esencial de la población de su país, era la baja autoestima de sus habitantes. Hablaba de cifras alarmantes de niños sin padres deambulando por la calle, más del treinta por ciento, decía. El porqué de los males de aquel continente, ese enorme espacio que colonizamos los españoles y portugueses, probablemente tiene razones que puede compartir perfectamente con África.
Hoy, al fin, me encontré con esa palabra que estaba echando de menos en la lectura de mi libro, África camina, que me acompaña estos días. Después de casi doscientas páginas de análisis políticos y económicos, me parecía inverosímil no habérmela encontrado no sólo de manera accidental sino como argumento esencial con que explicar la situación de este continente. No parece posible una omisión de estas características cuando tratamos de conocer las razones del subdesarrollo. África surtió de esclavos durante siglos a diferentes culturas, desde Arabia y Europa hasta Estados Unidos. Fueron los parias de la tierra por un tiempo suficientemente largo como para que tanto el subsconciente colectivo como el individual quedara marcado por un sentimiento abrumador de inferioridad. Los hijos de los esclavos terminan asumiendo su papel, la evidencia de una realidad que les viene dada acaba por convertirse en la única realidad conocida, la dependencia y la esclavitud. La colonización europea no cambió mucho las cosas en este sentido; más, la esclavitud se asentaba precisamente sobre la firme idea de la inferioridad de los hombres de raza negra, de la misma manera que antes se atribuyó una inferioridad similar a las mujeres.
La historia y el retraso cultural pesan sobre estas poblaciones y lastran las posibilidades de desarrollo; pero probablemente en tantos y tantos rostros que vemos lo que pesa realmente, se ve en sus caras, es una depauperación espiritual. Hoy me reconcilio con los autores de África camina, porque al final creo que enfrentaron un tema clave y controvertido con decisión; algo que la mala conciencia de los colonizadores impedía decir claramente hasta ahora (precisamente porque esas diferencias culturales fueron utilizadas por colonizadores como instrumento de dominación y desprecio), es decir, que una de las causas importantes del no desarrollo sea la “cultura africana” que incluye: apatía, una gran dosis de fatalismo, una particular relación con la noción de tiempo, la insignificancia del individuo frente a la comunidad, la tendencia a holgar en exceso y el peso de lo irracional y las supersticiones. Un puñado de características que bien podían aplicarse sin más a una parte importante de la población indígena de América Latina. ¿Por qué no llamar a las cosas por su nombre? Quien ha visto los rostros de Tierra sin pan, el documental de Buñuel sobre las Hurdes, puede hacerse una idea de lo que intento decir. La cultura y la civilización ennoblece los rostros, les lava de su primitivismo, de su tosquedad. A nosotros sin ir más lejos en los años setenta nos apedrearon en el Gasco, uno de sus remotos pueblos, cuando bajábamos de la sierra. No tenemos en España el primitivismo del que hablo tan lejos.
La autoestima se nutre de un entorno acogedor, de la cultura, de cierto refinamiento espiritual, de la valoración del individuo como persona. Hablo de una parte importante de la población, de lo que veo, de los rostros de los niños que viajan en autobuses apelotonados entre fardos, de esas largas hileras de negros sentados en el bordillo de las aceras durante todo el día en actitud de estar esperando a Godot. Naturalmente abunda la gente despierta, no cabe cometer la bobada de imaginar una gente con diferente inteligencia, es obvio; pero los índices de analfabetismo, la pobreza y esa ristra de características “culturales” que mencionaba más arriba parecen hacer casi imposible que las clases más pobres puedan levantar cabeza en unas cuantas generaciones. Y posiblemente se hacen esfuerzos en todos los países por los que hemos pasado para ir poco a poco dando una formación a toda la población; es posible. Cuando con frecuencia preguntamos a alguien por un destino, una dirección, es fácil que no nos entienda y nos lleve a la presencia de otra persona que viste y calza de manera muy diferente a la suya. Uno ve ese largo camino que tienen que recorrer todavía, lo repito, en los rostros, en sus gestos, pero sobre todo la falta de aplomo, de seguridad; es la actitud de alguien que vive un tanto de prestado en la vida.
Los siglos de esclavitud, la tosquedad de la cultura propia, la carencia de alicientes, la falta de autoconfianza, ¿no marcará a una gran parte de los individuos del continente todavía durante décadas? Y pienso en nuestra avanzada España y recuerdo esa calamitosa realidad para la que se usa el eufemismo de violencia de género, y no se me parecen hechos muy diferentes a estos que sugiero aquí: brutedad, primitivismo de maridos que parecen no haber sido pulidos mínimamente por la civilización que habitan; y de alguna manera ellas, tantas también, asumiendo servilmente una indigna dependencia.
Hace un par de meses, descendiendo en tren de las alturas del Parque Nacional de Taman Negara, en Malasia, camino de Singapur, pude observar durante horas a una numerosa familia que ocupaba los asientos delanteros. Tres generaciones, todos ciudadanos de aquel pequeño país. Seguridad, deferencia, cortesía, espontaneidad, cultura, algo muy agradable de ver, para mí entonces; un espectáculo el oír conversar a la abuela con el nieto, con la hija, el padre con la madre; escuchar las bromas, observar sus gestos, sus actitudes, la elegancia de sus movimientos. Singapur es un país que apenas tiene unas décadas; tampoco posee grandes recursos, el setenta por ciento de su producto interior bruto se lo lleva el sector servicios. Tuvieron que superar grandes problemas y someterse a una severa disciplina. La mayoría de su población es china, gente laboriosa; los indios y malasios tampoco se quedan atrás en laboriosidad. Hoy es un país que no tiene nada que envidiar a Europa. Naturalmente África no es Singapur, pero el contraste ilustra probablemente ese largo camino que la autoestima debe recorrer para que llegando a ser los individuos dueños de sí mismos puedan optar por una vida acorde a sus deseos.
Años atrás, en la larga cola de inmigración para atravesar la frontera entre El Salvador y Honduras, hablando con un vecino de Tegucigalpa, terminamos, cómo no, llevando la conversación hacia los principales males de América Latina. Nuestro interlocutor, un hombre grueso y de mirada tranquila, con aspecto de haber pasado ya por encima de las veleidades de opiniones poco responsables, nos decía que sin lugar a dudas el problema esencial de la población de su país, era la baja autoestima de sus habitantes. Hablaba de cifras alarmantes de niños sin padres deambulando por la calle, más del treinta por ciento, decía. El porqué de los males de aquel continente, ese enorme espacio que colonizamos los españoles y portugueses, probablemente tiene razones que puede compartir perfectamente con África.
Hoy, al fin, me encontré con esa palabra que estaba echando de menos en la lectura de mi libro, África camina, que me acompaña estos días. Después de casi doscientas páginas de análisis políticos y económicos, me parecía inverosímil no habérmela encontrado no sólo de manera accidental sino como argumento esencial con que explicar la situación de este continente. No parece posible una omisión de estas características cuando tratamos de conocer las razones del subdesarrollo. África surtió de esclavos durante siglos a diferentes culturas, desde Arabia y Europa hasta Estados Unidos. Fueron los parias de la tierra por un tiempo suficientemente largo como para que tanto el subsconciente colectivo como el individual quedara marcado por un sentimiento abrumador de inferioridad. Los hijos de los esclavos terminan asumiendo su papel, la evidencia de una realidad que les viene dada acaba por convertirse en la única realidad conocida, la dependencia y la esclavitud. La colonización europea no cambió mucho las cosas en este sentido; más, la esclavitud se asentaba precisamente sobre la firme idea de la inferioridad de los hombres de raza negra, de la misma manera que antes se atribuyó una inferioridad similar a las mujeres.
La historia y el retraso cultural pesan sobre estas poblaciones y lastran las posibilidades de desarrollo; pero probablemente en tantos y tantos rostros que vemos lo que pesa realmente, se ve en sus caras, es una depauperación espiritual. Hoy me reconcilio con los autores de África camina, porque al final creo que enfrentaron un tema clave y controvertido con decisión; algo que la mala conciencia de los colonizadores impedía decir claramente hasta ahora (precisamente porque esas diferencias culturales fueron utilizadas por colonizadores como instrumento de dominación y desprecio), es decir, que una de las causas importantes del no desarrollo sea la “cultura africana” que incluye: apatía, una gran dosis de fatalismo, una particular relación con la noción de tiempo, la insignificancia del individuo frente a la comunidad, la tendencia a holgar en exceso y el peso de lo irracional y las supersticiones. Un puñado de características que bien podían aplicarse sin más a una parte importante de la población indígena de América Latina. ¿Por qué no llamar a las cosas por su nombre? Quien ha visto los rostros de Tierra sin pan, el documental de Buñuel sobre las Hurdes, puede hacerse una idea de lo que intento decir. La cultura y la civilización ennoblece los rostros, les lava de su primitivismo, de su tosquedad. A nosotros sin ir más lejos en los años setenta nos apedrearon en el Gasco, uno de sus remotos pueblos, cuando bajábamos de la sierra. No tenemos en España el primitivismo del que hablo tan lejos.
La autoestima se nutre de un entorno acogedor, de la cultura, de cierto refinamiento espiritual, de la valoración del individuo como persona. Hablo de una parte importante de la población, de lo que veo, de los rostros de los niños que viajan en autobuses apelotonados entre fardos, de esas largas hileras de negros sentados en el bordillo de las aceras durante todo el día en actitud de estar esperando a Godot. Naturalmente abunda la gente despierta, no cabe cometer la bobada de imaginar una gente con diferente inteligencia, es obvio; pero los índices de analfabetismo, la pobreza y esa ristra de características “culturales” que mencionaba más arriba parecen hacer casi imposible que las clases más pobres puedan levantar cabeza en unas cuantas generaciones. Y posiblemente se hacen esfuerzos en todos los países por los que hemos pasado para ir poco a poco dando una formación a toda la población; es posible. Cuando con frecuencia preguntamos a alguien por un destino, una dirección, es fácil que no nos entienda y nos lleve a la presencia de otra persona que viste y calza de manera muy diferente a la suya. Uno ve ese largo camino que tienen que recorrer todavía, lo repito, en los rostros, en sus gestos, pero sobre todo la falta de aplomo, de seguridad; es la actitud de alguien que vive un tanto de prestado en la vida.
Los siglos de esclavitud, la tosquedad de la cultura propia, la carencia de alicientes, la falta de autoconfianza, ¿no marcará a una gran parte de los individuos del continente todavía durante décadas? Y pienso en nuestra avanzada España y recuerdo esa calamitosa realidad para la que se usa el eufemismo de violencia de género, y no se me parecen hechos muy diferentes a estos que sugiero aquí: brutedad, primitivismo de maridos que parecen no haber sido pulidos mínimamente por la civilización que habitan; y de alguna manera ellas, tantas también, asumiendo servilmente una indigna dependencia.
Hace un par de meses, descendiendo en tren de las alturas del Parque Nacional de Taman Negara, en Malasia, camino de Singapur, pude observar durante horas a una numerosa familia que ocupaba los asientos delanteros. Tres generaciones, todos ciudadanos de aquel pequeño país. Seguridad, deferencia, cortesía, espontaneidad, cultura, algo muy agradable de ver, para mí entonces; un espectáculo el oír conversar a la abuela con el nieto, con la hija, el padre con la madre; escuchar las bromas, observar sus gestos, sus actitudes, la elegancia de sus movimientos. Singapur es un país que apenas tiene unas décadas; tampoco posee grandes recursos, el setenta por ciento de su producto interior bruto se lo lleva el sector servicios. Tuvieron que superar grandes problemas y someterse a una severa disciplina. La mayoría de su población es china, gente laboriosa; los indios y malasios tampoco se quedan atrás en laboriosidad. Hoy es un país que no tiene nada que envidiar a Europa. Naturalmente África no es Singapur, pero el contraste ilustra probablemente ese largo camino que la autoestima debe recorrer para que llegando a ser los individuos dueños de sí mismos puedan optar por una vida acorde a sus deseos.
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