Dar es Salaam, 23 de agosto
Después de varios meses la voz del almuhacin empieza a oírse de nuevo envuelta en la luz del atardecer. Lo hijos de Alá vuelven a llenar las calles de la ciudad como en los lejanos tiempos en que paseaba por las calles de Malasia. También la otra madrugada en Mbeya nos despertó su canto monótono poco después de las cinco de la mañana; salimos al patio del hostal y mientras mirábamos por el rectángulo oscuro del cielo empezó el recitado del Corán. Me produce tranquilidad el sonsonete de esta voz. Los árabes visitaron muy pronto la costa este de África; Dar es Salaam, es difícil encontrar un nombre de ciudad que uno identifique tan inmediatamente como de procedencia árabe. No sólo las estaciones, como decía ayer, cambian en el transcurso del viaje; también cambian los dioses, el concepto del tiempo, el afán con que los hombres laboran, sus vestimentas, sus idiomas, sus modos de relacionarse con los muertos, con los amigos, la manera en que se dan la mano, los rituales del saludo. ¡Jambo!, oímos por la calle con frecuencia dirigiéndose a nosotros... Lo mismo que Ciao!, How are you! ¿Qué tal estás? Sólo que aquí no hace falta que a uno lo hayan presentado, la espontaneidad de la gente transciende los protocolos.
Un viajero en la calle puede ser un motivo para ejercer el don de la cordialidad. Pienso que estas cosas sencillas son también una buena razón para viajar. Estos días voy dando ya vueltas al próximo periodo que se aproxima de andanzas, nuevamente solitarias, cuando Victoria vuele a fin de mes camino de casa, y me descubro en consecuencia durante los largos trayectos dándole vueltas al camino por el que habrá de discurrir la siguiente parte de mi viaje; y curiosamente, salvo las dificultades propias de los países en conflicto como Etiopía o Sudán, me encuentro con que tanto monta ir por aquí como por allá. Me preocupa un poco la seguridad más al norte de Kenia, pero al margen de ello, creo que mi principal interrogante está en ese aspecto cotidiano en que los sentidos pueden convertirse en una pura esponja, la posibilidad de que mi curiosidad siga encontrando caminos para continuar el diálogo conmigo mismo que necesariamente la soledad va a traerme.
Encontrarse de nuevo con el hombre que va conmigo que cantaba don Manuel, y tras ello la posibilidad de una nueva búsqueda, un nuevo encuentro; ¿qué habrá en estos países que tantos años estuvieron asolados por las guerras?, ¿cómo será aquella curva del Nilo, el río caminando por medio del desierto como un dios... y llegar a los templos trogloditas de Assuan, y dar una vuelta por el Sinaí, el de las Tablas de la Ley y la planta que ardía sin consumirse?; temas que, como otras veces, me vienen de refilón de la mano de mi amiga desconocida: el misterio, la curiosidad por satisfacer. Como cuando no conocía el desierto y me preguntaba cómo sería pisarlo, caminar por él. Mi amiga, que se deshace en elogios... porque no me conoce, digo yo; aunque quizás algo pueda adivinar, pues tampoco se corta un pelo para añadir que debe de ser imposible convivir conmigo; mi amiga, decía... me elogia, pero también juega ya a especular con mi lado oscuro del corazón. De la misma manera que se habla de la erótica de la lectura, no sería disparatado hablar del erotismo del conocimiento del otro. La expectativa, el aplazado descubrimiento. Laura Díaz, el personaje de la novela de Carlos Fuentes (probablemente me repito), tras una lenta aproximación al hombre con el que desea convivir, llega un momento en que decide la separación, se niega a desvelar hasta el final el misterio, su intimidad más profunda; un último reducto. El camino hacia el otro puede ser un placer postergado; pasos cortos para evitar la muerte, aquello de Cioran de que el conocimiento mata; como en otras ocasiones la cumbre, el orgasmo, el conocimiento pleno, de hecho pueden dar por terminada la aproximación, la búsqueda, la expectativa. Mucho en la vida es eso, ir descubriendo; nos divertimos, nos intrigamos, queremos como quien va en busca del tesoro... pero qué mal momento después, acaso, cuando la búsqueda termina, cuando el misterio queda desvelado... etc... que diría Stendhal.
El misterio que trata de prolongar mi amiga, mandándome hasta ahora unos pocos datos de ella misma... aunque sí, muy significativa, la estrecha franja de su mirada, tiene mucho de parecido con lo que yo trato de hacer en esta parte del viaje que me queda por recorrer. Quiero prolongar mi curiosidad, seguir los rastros de inquietud que los proyectos me traen, esas pequeñas curiosidades que avivan mi interés y conectan mis lecturas con la realidad. Sólo un poco. ¿No se trata de eso, amiga?
Y es que nuestro cerebro funciona así, la felicidad no está casi nunca en ese momento final; la felicidad está un poco antes, en el camino, en el placer de la aproximación. No en el día de Reyes, sino en las semanas que lo preceden.
Imagino que ahora habrá que combinar ese vivir la cotidianidad, el sabor que deja la calle, los motivos que arrastran a escribir día a día, con la posibilidad de dosificar los misterios, la tensión entre los proyectos que pueden ir surgiendo y su efectiva realización. Sístole diástole, sístole diástole... bom bom bom bom. Todo aquello que pueda llevar a esa confesión que lleva el título de las memorias de Pablo Neruda.
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