El vicio de escribir

Stone Town (Zanzibar, 28 de agosto)

“Quizás por no haber aprendido a procesar su experiencia
o a meditar sobre ella, por no haber leído lo suficiente
ni haber pensado en profundidad, su experiencia
era simplemente algo que había ocurrido y que en gran
parte se le había escapado”
(Al límite de la fé, Naipaul)

(Hoy todos los citados en el post tenéis vuestra imagen correspondiente. Me salto a la torera el derecho de imagen -jeje...-. Ahora, si alguno no le gusta o cree no estar lo suficientemente favorecido, que lo diga y le maquillamos un poco con el Photoshop).

El otro día le hablaba a mi amigo Ignacio, que compatibiliza su trabajo de guía de montaña y profesor de esquí en el valle de Arán con alguna ventolera escritoril, de las bondades que animan este afán de liarse de vez en cuando a dar golpecitos a las suaves teclas del ordenador, y, me contestaba él, que sí, que a veces era un vicio el escribir.

Y tanto. A veces un vicio descontrolado. Por ejemplo, la verdad es que no sé muy bien qué coño pinta en un blog aparentemente de viajes tantas digresiones sobre el amor, la ternura y toda esa montonera de temas que nada parecen tener que ver con las circunstancias de este andar por el mundo; la verdad es que no sé muy bien casi nada. Por ejemplo, mi amiga desconocida a raíz de mi último post titulado Ternura, me escribe una larga carta y de golpe no sé qué decirle, porque me habla de algo que escribí yo pero que ya ni siquiera sé muy bien en qué términos estaba escrito. Es como querer reconstruir una emoción, un impulso, la percepción fugaz que tuvimos de algo: se me escapa de las manos, tendría que volver a leerme de nuevo y eso sería mucho curre. Como le sucede a mi hija que dice que lee algo de mi blog por encima, aunque sí le dedica algo de tiempo a las fotografías. Todo es tan fugaz, la vida es tan corta... Y eso que no se trata de leer a Proust como citaba Pániker de alguien que había evitado leerlo porque decía que Proust era muy largo y la vida muy corta. Quizás estas cosas tengan simplemente el valor de la instantánea, algo que sucede frente a nosotros fugazmente, algo que se nos presenta en una preciosa percepción y que nos abandona momentos después apenas sin dejar huella; de ahí la cámara fotográfica, el apunte rápido que nos ayude a revivir las cercanías de un instante anterior que quizás no tuvimos el tiempo de captar con más profundidad. La levedad del ser (monsieur Kundera) prolonga su ligereza física y anímica en las circunstancias de su existencia (monsieur Ortega), lo que nos produce la impresión de una densidad adicional que no viene nada mal tener en cuenta; un modo de vivirnos sucesivamente en nuestra propia experiencia y recuerdo. Y ello, un poco, lo suficiente para que en algún instante posterior podamos recordar algo de lo que antes éramos –la adolescencia, la juventud, en aquella época que... etc.- ¿Quién no ha buscado alguna vez en su pasado los rastro de su pensamiento anterior? ¿Qué concepto teníamos hace treinta años del tiempo, de Dios, del amor, del futuro?, ¿cómo percibíamos determinadas realidades? ¿Quién no dedica de vez en cuando una tarde de soledad a ver fotos que ya perdieron el color, buscando en ellas los rastros de su propia persona en la infancia, el rastro de sus padres, hermanos, la abuela, aquel verano en la montaña, un amigo que se perdió en los azares de los años?

Quizás estas anotaciones tengan un parecido cometido, entre otros, claro, el de dejar testimonio de esas pocas cosas que nos interesan de verdad. El otro día nos encontramos con una pareja de viajeros que nos hablan entusiasmados del Parque Nacional de Temán Negara en Malasia. Tuvieron que pasar diez minutos para que yo cayera en la cuenta de que no hacía mucho había pasado yo allí más de una semana de deliciosas marchas por la selva; no sólo eso, había dejado constancia de ello sucesivamente en mi blog. Así que ya cuento con que dentro de un par de años los rastros que me queden de este viaje sean más bien escasos. Entonces, sí, será el momento de releer este blog; y, sorpresa, no sólo me encontraré con alguna referencia esporádica a los lugares, sino que sobre todo me toparé con el mapa interior por el que caminaba yo en aquella época (ese tema de Aute, “Es peligroso asomarse al interior”), me encontraré los litigios con mi amiga Marisa, mi antigua y dolida Osita, mientras atravesaba Asia, con la belleza del bosque pintor, con las estelas en la mar cruzando el mar del Sur de China, con los permanentes temas del amor, la ternura, el dolor, con mi amiga desconocida y nuestros interminables conversaciones vía email, con la expectativa de la llegada de mi amiga con nombre de flor y todo ese magnífico viaje que hicimos por la India juntos sin que ninguno de los dos supiera de la existencia del otro un mes antes, con mi amiga con nombre de guerra (Santiago dixit) animada también este año con la escritura y la fotografía y a punto ya mismo de dejarme camino de Madrid, en fin con mis continuas divagaciones sobre Dios y los sinvergüenzas de este planeta, con gentes de lugares dispares: filipinos, chinos, malayos, hindúes, africanos de todos los colores, algún puñado de occidentales. Si ahora cerrara mi escritura y no la volviera a abrir hasta dentro de unos cuantos años, estoy seguro de que el momento de retomarla sería sin lugar a dudas de gozoso reencuentro. Algo parecido a lo que les digo yo a mi hijo Mario y a Paula, ese par de locos que viven en una cabaña de paja y barro en las montañas de La Cabrera, esas inversiones que hacemos en la vida cuando se nos ocurren proyectos rocambolescos, o emprendemos algún tipo de experiencia notable, o nos ponemos a tono con algún reto interesante; material todo él con grandes posibilidades de proporcionar prolongados réditos en el futuro. Ahí está también para confirmarlo mi hijo Guille con los brazos de la victoria en alto conmemorando este verano una gloriosa gira familiar en bicicleta por España cuando muchos años atrás alcanzábamos el puerto de Ancares, después de tres semanas de bravo pedaleo. ¡Qué hermoso sabor el de las experiencias del pasado, a veces!
Margarita

Por tanto no se trata de un asunto de coherencia temática. En primer lugar lo que surge de la escritura es lo que es, nada más, impresiones, emociones, digresiones, ganas de aclararse un poco, cierto prurito de dejar constancia del polvo del camino y de los colores del atardecer; ni ordenado ni coherente; acaso paradójico y contradictorio. En segundo lugar, algo no previsto y que surgió a lo largo del camino, una conversación con frecuencia con algún lector ocasional. Y en tercera instancia todo eso que explicaba más arriba, la posibilidad de recrear más adelante la experiencia de estos meses de trajín y con ello contemplar el modo en cómo mis evidencias de todo tipo habrán cambiado en meses y años sucesivos transformándose a su vez en otras evidencias que habrán dejado obsoletas las anteriores. Ir en busca de la verdad con la certeza de que ésta se desvanecerá con el tiempo para dejar paso a otras, y éstas a otras, y así sucesivamente, es un modo de vivir la certeza de que la verdad está acaso en el camino, en la búsqueda permanente.

Buscar sería la verdad provisional en la que instalar nuestra inquietud. Probablemente una búsqueda cada vez más sosegada según pasen los años, aunque la inquietud parezca a estas alturas patrimonio cada vez más de los años maduros. Algo nuevo que no deja de preocuparme, aunque éste sea otro tema, porque todo parece indicar que ese descanso que a veces vemos como ingenuos creyentes de paraísos, una especie de playa tropical donde tomar permanentemente el sol durante toda la eternidad, sólo es la proyección de un deseo que de llevarse a cabo constituiría nuestra muerte en esencia. Así que búsqueda e inquietud que te crió hasta ese mismísimo momento que todos conocemos. Y que no falte, no vaya a ser que vivamos sin vivir y terminemos por convertirnos en momias antes de tiempo. Después de todo sería una lástima que a uno le sucediera como al personaje del que habla Naipaul en la cita que encabeza este texto.

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