Nkhata Bay (Malawi), 15 de agosto
Aquella parte del cuerpo que une la cabeza al tronco, con alguna frecuencia ocupa el primerísimo plano de mi visión durante horas. Los asientos del minibús en el que viajo hoy llegan apenas a la altura de los hombros. El cuello de la mujer que va delante es oscuro y fuerte, desciende elegante desde sus rizos morenos hasta el remanso de sus hombros; un vello ceniciento puebla el nacimiento de su pelo; un cuello bonito. Este es mi paisaje de hoy camino de Nkhata Bay, junto al lago Malawi. Ella es una mujer joven con un niño en los brazos. Ser una mujer joven y no tener un niño o varios encima es algo raro en estos países. La piernas del niño se quedaban enganchadas entre los pasajeros, pero ni el niño ni la madre le dieron importancia durante el trabajo de atravesar por el pasillo y encontrar un hueco para sentarse. Se acomodó frente a mí, sacó al niño del refajo, lo colocó en su regazo y yo me quedé encantado por la compañía.
Me trajo bonitos recuerdos. ¿No me había enamorado yo hace unos años por culpa de un cuello? Hablábamos frente a frente en el lugar de trabajo quizás de algo intrascendente y de pronto ella alzó el brazo, llevó su mano derecha hacia el pelo y, con un elegante movimiento no exento de erotismo, recogió su melena hacia atrás y dejó al descubierto el cuello; luego su otra mano hizo un recorrido similar mientras yo admiraba la bellas curvas que quedaban al descubierto; mi corazón se inquietó inesperadamente ante aquella visión. Con su otra mano ella recogió coqueta todo su cabello en una coleta y se quedó observando, quizás valorando lo que estaba ocurriendo detrás de mi mirada sorprendida. Eso estaba sucediendo, me estaba enamorando. No pude fotografiar posteriormente nunca un instante así, los brazos en alto, el cuello, grácil, apareciendo como al otro lado de un telón, la carga erótica de un movimiento lleno de gracia y espontaneidad, pero quedó como un recuerdo indeleble aquella preciosidad descendiendo desde los cabellos oscuros hacia el perfil de los hombros.
Ingres rescató admirablemente del cuerpo femenino esa belleza tan particular; en algunos de sus cuadros los cuellos de las mujeres parecen ser algo autónomo, como si la confección del lienzo sólo persiguiera ponerlo de relieve y realzarlo. Así sucede con una de sus pinturas que más me gustan. Junto a Zeus, sentado en su trono, una diosa, acaso, levanta los brazos hacia el dios del Olimpo. En Malawi malamente voy a rescatar los detalles del lienzo (ni siquiera por Internet que aquí funciona como aquejado de asma, inválido, con desesperante lentitud), pero en mi recuerdo es asombroso el atrevimiento con que aquella diosa alza su brazo hacia Zeus, sentado plenipotenciario y lleno de realeza y majestad, describiendo una curva cuya única razón de ser parece estar en ceñirse a esa otra curva del cuello, largo, desproporcionado, como el de un cisne surcando el cielo camino del sol. Toda la gracia de lo femenino parece concentrada allí en claro contraste con un dios cuyos atributos varoniles subrayados por su oscura y larga melena, su espesa barba, su porte colosal y una esbeltez de otro mundo, parecen servir, en acusado contraste, únicamente de fondo a esta graciosa curva que nace de los hombros desnudos de la diosa elevándose en el cielo como un canto de sirena.
¿Y aquel otro de Boticcelli sobre el que se alza la dorada cabellera de su Venus en su nacimiento, largo, primoroso, saliendo de las muselinas y del recato de la diosa del amor para sostener su rostro de tranquila y sosegada exhibición? Allí estaba probablemente el ángel de Leonardo en sus primeros trabajos, rindiendo también homenaje a lo femenino.
O sus precedentes, el de la Nefertiti de las riberas del Nilo, expectante como una cobra cimbreándose sobre un fondo de dunas. La elegancia del viento rizando el filo curvo de la arena, el despegue del vuelo de la garza sobre el río. Algo envarado, primitivo pero presagiando ya la admiración que aquella parte de lo femenino ha suscitado en tantos pintores.
También yo conservo algunas bellas muestras recogidas con mi cámara; una, por ejemplo, que rescaté de un domingo por la mañana cuando la luz empezaba a dorar los muros enjalbegados de mi cabaña; ella estaba allí, desnuda, con su risa y las líneas de su cuerpo completando el cuadro del amanecer, y tuve que alzarme para buscar la cámara. Apenas había luz; quedó sin embargo el trazo curvo, único, sobre la oscuridad desdibujada del cabello. Nada más. Con el tiempo sembraría un poema sobre su piel. Creo que todavía está la imagen en mi web, en aquel libro que titulé Algunos versos.
Algunos pueblos indígenas de África encontraron también en los cuellos de las mujeres una belleza muy significativa; también ellos dilataban aquella parte del cuerpo hasta hacerlos anómalamente largos por el procedimiento de ir agregando anillos que terminaban deformando esta parte del cuerpo para adaptarla a los cánones de belleza del momento. Un procedimiento quizás de dudosa licitud pero que muestra, al igual que en la pintura de Ingres, hasta qué punto la belleza puede ser motivo y medio de supervivencia y placer.
Hace tiempo que trabajo en dossiers fotográficos diferentes, uno de ellos se titula Amarillo, otro Texturas; otros están en ciernes, como Paisajes humanos; temas que el paisaje y las ciudades que visito me van sugiriendo. Hoy que me dio por hablar de cuellos caigo en la cuenta de que también éste podría ser un tema. Y recuerdo ahora uno robusto de toro de un indio, un sikh que en algún ferry del mar del Sur de China ocupaba un asiento por delante del mío. Su enorme turbante verde cerraba las curvas morenas de un cuello fuerte y hermoso que nada tenía que envidiar a estas bellas curvas negrísimas que se levantan hoy sobre el asiento de delante del microbús. Cabría recordar también a muchas mujeres senegalesas arriba de cuyos vistosos y abigarrados vestidos se erguían hermosos cuellos de matronas sobre los que descendían los grandes aros dorados de sus pendientes.
Haré memoria estos días para ver de qué modo puedo ir rindiendo homenaje a la belleza andante que me voy encontrando por aquí. Como se ve el ánimo del viajero se parece mucho a las subidas y bajadas de las líneas de un cardiograma. Hoy se le alegró pensando en los bonitos cuellos que hay por el mundo. El filón, como se ve, puede ser interminable. Nada más hay que abrir los ojos y mirar.
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