Los hijos de Alá

Dar es Salaam, 26 de agosto

Hoy aparece en mis lecturas la ciudad de Teherán (mi volumen Al límite de la fe, de Naipaul, que había abandonado momentáneamente al dejar el último país musulmán, Malasia, esperando retomarlo cuando mi viaje volviera a tocar tierras de Alá). Pasamos una semana en esa ciudad en el verano del noventa y siete. Me encontré entonces muy a gusto allí, pese a los numerosos trámites burocráticos, pese a la gabardina y al pañuelo en el que hubo que encerrarse Victoria durante toda nuestra estancia. Recuerdo la hospitalidad y la afabilidad de los vecinos con los que terminamos haciendo amistad en unos días; los empleados del hotel, los camareros del restaurante, algunas personas con las que coincidíamos en los alrededores. También las encargadas de los medios informáticos de la universidad donde íbamos a consultar nuestro correo, único lugar entonces para este tipo de tareas. Los grandes carteles de la revolución llenaban las vallas de la ciudad; algunos cubrían las fachadas laterales de edificios de varios pisos. Muchos de aquellos carteles mostraban hombres con cuerpos mutilados. Las consignas políticas saturaban las paredes y el culto a la personalidad parecía un calco de la parafernalia posterior a la Revolución de Octubre en Rusia.
Las montañas que queríamos visitar próximas a la ciudad se mantuvieron permanentemente cubiertas; estábamos a final del otoño, el tiempo era gris. El taxista que nos llevó a Persépolis trajo consigo un mantel a cuadros como el que utilizábamos en casa de mis padres cuando salíamos a comer algún fin de semana al campo; lo usamos para sentarnos bajo la sombra de un árbol cuando la visita hubo terminado. Su mujer había preparado un apetitoso pic-nic para los tres. Cuando nos despedimos nos regaló un par de cintas de música popular iraní. ¿La policía? también la policía; mientras rellenábamos los impresos de tránsito de rigor, o nos sellaban los pasaportes. No, no era gente cejijunta ni distante. En la ciudad vieja regía una vestimenta estricta para las mujeres, pero sobre las faldas de la montaña, donde parecía instalada la modernidad, las cosas eran algo diferentes, los rostros femeninos asomaban como deseosos de quitarse aquel estorbo del cuerpo; la vida era más amable loma arriba.
La revolución, que se había alzado bajo el lema: “Pan, trabajo, libertad”, sólo tardó un año en transformarlo en: “Pan, trabajo y República Islámica”. La libertad no sólo había desaparecido como lema sino que fue sustituida por el principio de la dirección y la obediencia; obediencia ciega a los líderes que integrarían una realidad en donde lo político y lo religioso estarían totalmente unidos. De la mano de Jomeini, Islam, que significa “sumisión”, se convirtió en el objetivo dominante de la clase dirigente. Es curioso que la historia se repita de continuo con pocas variantes en sus mecanismos elementales; que unos pocos sean capaces mediante esos viejos procedimientos de propaganda, censura, restricción de las libertades, (y por supuesto, tortura y muerte para los discrepantes) llegar a convertir a una parte importante de las masas en correligionarios de sus ideas. En los años setenta, cuando nuestros hijos tenían uno y tres años, recorrimos Argelia a lo largo de los dos meses de verano... Argelia fue para nosotros un paraíso de cordialidad y acogimiento. Entonces era posible acampar en el desierto y ser visitado por gentes de los alrededores que venían a ofrecer su hospitalidad; o ver detenerse entre las dunas a un automóvil, en donde viajaban bereberes, con la simple intención de invitarnos a una limonada, o ser agasajados en un oasis a compartir el té al final de la tarde. Hace ya muchos años que no se puede viajar por Argelia, los fundamentalistas se hicieron con el poder y se cargaron un buen puñado de bondades.
¿Quiénes son los que transforman los pueblos, ahogan su hospitalidad, hacen a sus pobladores zafios y odiosos defensores de la intransigencia y el sectarismo? Esa misma fuerza que persiguió a los católicos y que encabezaron los torquemadas de turno, levantando hogueras y quemando a los que pensaban de diferente manera a ellos; las parecidas fuerzas que llevaron a las masacres que se produjeron cuando hindúes y musulmanes hubieron de partir el subcontinente asiático siguiendo criterios religiosos.
En estos días hay momentos en que empiezo a tener cierto temor a todo esto que poco a poco se nos viene encima, este crecimiento lento y sistemático del fanatismo integrista. Me pareció absurdo ese empeño del gobierno francés por prohibir el velo en las escuelas, de la misma manera que era ridícula la prohibición en España de la ikurriña en los años setenta; me parece improcedente cualquier restricción de una libertad que sea respetuosa con los otros o con las comunidades entre las que convive. Sin embargo, llega un momento en que la duda me ronda ante la constatación de cómo el proselitismo, la instrumentalización de las masas por parte de unas minorías se abren paso poco a poco; cualquier cosa sirve como bandera de una idea. Cómo la hospitalaria gente de Irán y Argelia terminan, envueltas por la misma pasión que corría en las venas de la Iglesia Católica siglos atrás, en convertirse en fuente de temor.
Cuando veo en las calles de Ciudad del Cabo una escuálida manifestación musulmana que vocifera con ira pidiendo una África islámica, cuando piden volver a traer la pena de muerte para aquellos que transgreden alguna parte de la ley islámica, noto que en mí se crea un hilo de inquietud. Después de aquello fue un alivio volver a encontrarse con esa amplia colección de confesiones religiosas que pueblan Namibia, Zimbabwe, Malawi, presbiterianos, evangelistas de distintos colores, católicos, etc., a las que se les puede criticar por otras cosas pero que no producen el temor que el mundo musulmán va engendrando poco a poco según mi viaje se dirige hacia el norte. Un temor que cuando visité Irán no estaba presente, pero que en la actualidad se hace poco a poco más intenso, porque los mecanismos psicológicos y de masas que mueven a la gente son cada vez más patentes, parecen como más dispuestos a hacer saltar por los aires cualquier posibilidad de cordura. Personalmente, la gente, en Teherán, en Argel, en Dar es Salaam, en el Cairo, en tantas ciudades islámicas es de una cordialidad que sobrepasa con mucho a cualquier ciudad conocida de Occidente; sin embargo, el fanatismo religioso, la exacerbación de la confrontación con el mundo no islámico, la instrumentalización de una masa carente de una cultura capaz de interpretar la realidad y los textos, es un campo abonado para que la intolerancia vaya aumentando a marchas forzadas.
La cultura y la educación, tanto en Occidente como en los países árabes podrían ser la clave para encontrar un futuro más seguro. La Revolución Islámica de Irán hizo lo que todos aquellos que querían asegurarse la exclusividad de su poder y de sus ideas, quemar, censurar todo aquello que podía poner en tela de juicio sus propias propuestas. Y junto a ello montaron su propio aparato propagandístico. Y en Occidente otro tanto de lo mismo; allí está mal visto quemar libros, pero se tergiversa, se manipula la noticia, se maneja información falsa. Hace tiempo que no leo la prensa de España, pero basta recordar cómo el PP instrumentalizaba la pasada primavera el asunto de ETA de cara a ir raspando, a costa de la ignorancia de tantos españoles, algunas parcelas de la intención de voto. Aves carroñeras, sí, algo que está a la orden del día. Si los americanos pueden inventar durante años armas de destrucción masiva en Irak como disculpa para poder invadir ese país, es porque el terreno en el que vierte su propaganda está abonado para ello. Estamos bien comidos y satisfechos; es fácil que en esa situación cosas así sucedan. Irak, ETA, las palabras de Alá interpretadas, como antes lo fue la Biblia, exclusivamente por ELLOS.
Habría que volver a aquella pedagogía del oprimido de Paulo Freire; aunque mejor sería llamarla pedagogía para la autosatisfacción (o para los autosatisfechos, acaso) para recordarnos el modo, el lugar desde donde vemos los conflictos del mundo, lejos, a través de la tele, dictados, manoseados y tendenciosamente puestos delante de nosotros para orientar la opinión allá donde esos pocos de siempre decidan. Una pedagogía que nos enseñara a ver y a hacernos una idea de la clase de imbéciles con los que tratamos, el individuo ese del bigotillo, por ejemplo, que fue ni más ni menos que presidente de gobierno, y que tras decenas de miles de muertos en Irak, dice que ahora sí que sabe que no había armas de destrucción masiva en aquel país. En los países árabes la pedagogía quizás no necesitaría ningún apelativo suplementario, simple conocimiento, saber de la capacidad del fanatismo para expandirse, el modo en cómo pueden llegar a operar en las masas unas pocas consignas políticas o religiosas, saber cómo el individuo puede, convertido en masa, transmutarse en arma destructiva, enajenada, abocada tanto a un exterminio de una tribu rival como fue el caso de los tutsis en Ruanda o los judíos en Alemania, o bien convertirse en carne de cañón de un régimen que un día puede ser de Jomeini, otro de Franco o mañana hacer de ciudadano norteamericano dispuesto a seguir votando a individuos como su actual presidente. Una pedagogía, en fin, que sepa distinguir entre un burro y una sirena, entre un hombre de bien, pongamos por ejemplo, ya que estamos en Tanzania, a Nyerere, un gran y honesto estadista, de un bruto como el Amin de Uganda, o el Mubutu del Congo.
Este vehículo está protegido con la sangre de Jesús, rezaba escrito esta mañana en un minibús sobre un fondo rojo. Cualquier descabellada idiotez sirve para dirigir la simpleza de los individuos hacia un objetivo propuesto por otros más inteligentes. Basta encontrar la imagen; los americanos pusieron en antena un cormorán cubierto de petróleo en el golfo Pérsico para llegar a nuestros corazones de ecologistas interesados por la integridad del planeta. Y así siempre.
Esta mañana me levanté con pie diferente al de ayer, esta madrugada me jodía que el muecín me despertara con su jerigonza del Corán a voz en grito a un centenar de metros de la ventana bajo la cual dormía; se me antojaba una imposición. Toma Corán por un tubo. Y lo peor de todo: que dentro de nada se me van a acabar de nuevo las cervezas; hará más y más calor y yo no podré tomar cerveza por culpa de Mahoma. Una natural consecuencia del cambio cultural que si sólo parase en eso se podría bondadosamente tolerar; sin embargo, más al norte, hay signos de intransigencia que son ya indicativo del terreno en que empiezan a pisar los hijos de Alá; de momento....

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