El aspecto de aquella mujer reconcentrado y adusto. Tendría veinticinco años. Los veía a los dos a través del ángulo que dejaban libre los viajeros de los asientos precedentes. Él, con su cráneo cubierto apenas por unos incipientes rizos mostraba un aspecto parecido. Ambos vestían de blanco; ella una blusa, él una camiseta con el dibujo de un gato de ojos saltones en blanco y negro. Junto a ellos viajaba una mujer de unos cincuenta años, silenciosa, su mirada mostraba una determinación poco común. Cuando la furgoneta daba un bandazo podía ver también a su compañero de la izquierda. Cruzaba su rostro una larga cicatriz que nacía en el cabello y terminaba más abajo del pómulo; la cicatriz era oscura como su rostro. No sé por qué imaginé que una señal de un cuchillo debía de haber dejado una marca más clara. Se apoyaba en una voluminosa bolsa de plástico verde llena de pequeños pescados que viajaban desde el lago a la cercana ciudad de Mzuzu. Había entre los pasajeros varias bolsas de éstas. Sentados de espaldas al conductor, daban la cara al resto de los viajeros, era imposible no recurrir a sus rostros continuamente, ese era el paisaje de esta mañana. La joven podía haber formado pareja con el hombre de su derecha, iba absorta en algún pensamiento, aparentemente ausente. También la timidez, y la poca fuerza, la resignación.
A mi derecha, en frente, viajaba una mujer enorme vestida de rojo; ésta era todo determinación. Su cuerpo apenas cabía en el reducido espacio que le habían destinado; bajo su asiento venía la rueda de repuesto, lo que la obligaba a viajar de lado y con las rodillas rozando la parte alta del asiento anterior. La japonesa de mi derecha, un asiento más allá del hombre menudo contra el que me veía comprimido hasta el punto de tener que ponerme de lado, había sido sorprendida por un sueño tenaz que la dejó derrumbada con la cabeza sobre el macuto que llevaba en el regazo. Se había quitado las gafas para no romperlas y éstas colgaban del dedo pulgar como si éste fuera una percha. La amortiguación del coche estaba rota; un ruido seco subía continuamente hasta nuestro esqueleto trasmitiendo los accidentes de la carretera a todos nuestros huesos.
La furgoneta olía a sardinas arenques. Hoy no tendríamos probablemente la posibilidad de quitarnos de la ropa este olor durante todo el día. El pasajero de enfrente apoyaba su espalda contra mi macuto en un lateral donde se había improvisado un pequeño asiento, y yo a mi vez veía desplazado hacia atrás mi cuerpo como en un sandwich entre el negro de delante y una de aquellas grandes bolsas de pescado arenque que llevaba en el regazo la mujer a mi espalda.
Hoy casualmente no había niños entre el pasaje. Ayer se disculpaba Sholomon, un muchacho que nos acompañó en una larga excursión por las colinas de los alrededores, por el espectáculo que encontramos más arriba de Nkhata Bay, el pueblo en donde pasamos unos días junto al lago. Malawi is a poor country, decía. A un centenar de metros, en las afueras, sobre la ladera, estaba el hospital, la mitad de él dedicado a maternidad. Una larga hilera de mujeres en avanzado estado de gestación hacían tiempo sentadas sobre un bordillo de cemento. Al otro lado de la carretera bajo la sombra de un enorme árbol, otros grupos de embarazadas hablaban o miraban al infinito. Pobres edificios, simples caserones como largas cuadras, cubiertos por planchas de uralita. Más allá, sobre el suelo habían instalado varias hileras de camas. Hicimos muchas fotos de niños en nuestra excursión. Muy buenas. Cuando con el Photoshop las quitaba el color y las dejaba reducidas a una escala de grises, sus rostros adquirían una fuerza extraordinaria. Entre otras también las de un grupo de niños del orfanato. Un orfanato sobre la colina costeado por los propios vecinos. Los niños tenían un excelente aspecto. Les encantaba que les hiciera fotos. También encontramos a un ingeniero industrial, un chaval de cara inteligente, sin lugar a dudas, que arrastraba su ingenio, un camión de buenísima factura fabricado con alambres y material de desecho. No se necesita mucha experiencia para descubrir la inteligencia pintada en el rostro de un crío. Escondía su timidez inclinando la cabeza y dejando que fotografiara su obra de arte mientras él se retiraba unos metros. Casi le tuve que coger de la mano para que agarrara su invento y posara junto a él.
Hoy los niños no viajaban en la furgo. Los niños viajan, sí, en los largos trayectos; autobuses atestados de ellos; niños formalitos como pequeños señores, pequeñajos en las espaldas de sus madres, resignados desde que nacen, habituados como esas crías que vemos agarradas al cuerpo de la madre, una mona que sube a las ramas con su equipaje viviente encima o que espía en la estación del tren dispuesta a robar un par de tomates de un cesto de mimbre que ha descubierto junto a un pasajero despistado. Me pregunto dónde van todas estas familias cargadas de críos con sus enormes fardos como si fueran parte integrante de una diáspora. Todas las estaciones cargados de ellos. ¿La esperanza de encontrar un mejor medio de subsistencia unos kilómetros más al norte en la orilla del lago, alguna chabola en las afueras de una pequeña ciudad donde poder ganar lo suficiente para alimentar a un puñado de niños?
La maternidad de Nkhata Bay
Esta mañana el lugar de los niños lo ocupan grandes bolsas de pescado arenque, unos peces chiquitos como boquerones producto de la “pesca de bajura” de estos ribereños. Las mujeres pasan todo el día en dos largas filas a ambos lados de la calle del pueblo con sus pescaditos. Se venden bien. Se los comen como pipas. Se puede ver a la gente sentada en peldaños y bordillos dando durante todo el día cuenta de ellos. Nuestros macutos los han embutido en la parte de atrás entre bolsas de pescado; necesitarán ventilación durante una semana.
Me pesa no poder llevarme un retrato de la joven con la que comencé estas líneas. La miro los ojos, los gruesos labios, la mirada perdida; un rostro hermoso. Recuerdo aquella moza de la que hablaba Unamuno en alguno de sus viajes por los pueblos del norte y que ya cité en algún lugar, la sumisión al destino. El destino. ¡Joder, con el destino! Tiene una boca bonita. ¿En qué pensaría, tan absorta, viajando en aquella pequeña aglomeración en donde los arenques compartían espacio con una veintena de personas de raza negra, una japonesa, una australiana y dos españoles? (mi hija habría escrito españolas, eso hace últimamente nuestra filóloga, para nombrarme a mí y a mi compañera de viaje... algo a considerar por más que tanto monte Isabel como Fernando). Después de todo hacía buena pareja con el chico de su derecha; después de todo si se gustaran y se enamoraran y se juntaran y tuvieran la cuarta parte de los hijos que tienen el resto de las mujeres de por aquí, acaso fuera muy feliz. Y más si le gustara el fútbol y pudiera irse con su chico a ver el partido de los domingos a una de las dos televisiones que hay en el pueblo. Después podría vender pescado en la calle o ropa o... A veces minusvaloramos lo que puede salir de una vida sencilla. Nos ponemos nerviosos porque reloj en mano transcurren dos horas antes de que nos hayan servido la comida que pedimos; queremos hacer muuuuchas muuuuuchas cosas y sin darnos cuentas nos perdemos alguna que otra importante. Este chico y esta chica si se quisieran tendrían más de media vida resuelta. A ella seguro que se le alegraba la cara; la sumisión se habría ido con viento fresco y a la noche lo que querría sería meterse con su chico en la cama y darse besos y llenarse el cuerpo de caricias. Como Dios manda, que diría mi madre.
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