Nkhata Bay (Malawi), 17 de agosto
(Sólo palabras. En Malawi Internet no da para más...)
Quizás podía ser un lugar en donde quedarse media vida; el lago de Malawi a los pies, nuestra cabaña alzándose como un palafito sobre la inclinada ladera a pocos metros del agua. Cañas, tablas rústicas, troncos, clavos y una techumbre de paja. Dos metros de ancho de cama, una estantería, una mesita baja, una cama más, y una enorme terraza sombreada con baranda desde la que contemplar la luna meciéndose sobre el agua. Hoy amaneció neblinoso, abajo chapoteaban pequeñas olas contra las rocas verdosas de la orilla; a lo lejos era una masa algodonosa de gris ceniza claro; la línea de los árboles, al otro lado de una pequeña bahía, era una forma difusa que subrayaba el perfil de los árboles, más oscuro, contra el sedoso fondo del cielo. Dos canoas de troncos bogaban hacia el interior del lago. Los ruidos que llegaban hasta mi cama: una azada abriendo una zanja, algunos martillos, un serrucho, voces lejanas en el trajín del pequeño puerto, el esporádico motor de una motocicleta, el leve tecleo en el ordenador que usa mi compañera de viaje.
No quiero abrir los ojos, estoy bien así, de bruces sobre la inmensa cama dura; dispuestos mis sentidos a lo que llega espontáneamente a ellos. El clap clap de las olas ocupa el lugar del bajo en el blues de la mañana. ¿Te puedo leer mi post?, dice ella, sentada en el umbral de la puerta que da al lago. Claro. Me giro un poco hacia ella para oír mejor. Mi camiseta venezolana, se titula; una camiseta que se encontró en un viaje a Canaima y que después de largos azares y muchos kilómetros sucumbió a la debilidad de cambiar de dueño, el randa de ocasión apostado en la oscuridad de una estación de autobuses a la espera de la primera distracción del viajero. Me gusta. Se lo digo. Y vuelvo a escuchar el clap clap, y ahora el motor fuera borda de una barca cercana. Vivimos en un poblado en construcción, The Big Blue, diez o doce cabañas, uno de los pocos albergues de la zona. Materiales nobles todos, madera, caña, paja, hierro, que, por qué no, conviven con un ordenador que sirve de herramienta de gestión en el establecimiento. Dos hombres y una mujer jóvenes levantan esto; gusto y buen humor; el hotel da trabajo a un buen número de lugareños. Por la noche la música dura hasta más allá de las doce. El aire es tibio, es muy agradable leer en la terraza hasta que el sueño nos vence.
Algo que sucede cada mañana cuando no tenemos que salir pitando para coger algún autobús. Me cuesta abandonar este mundo de sensaciones que se arremolinan tras los párpados nada más despertar. Una experiencia nueva que se repite desde que dejé de trabajar; cada mañana me convierto en espectador de mí mismo y de la realidad que me rodea. Unos días es el ancho mundo por donde transitan gentes de color, imágenes que mi retina va coleccionando; otras es una desdichada amiga; es fácil que me despierte haciendo proyectos, trazando un itinerario por el mapa de África, abriéndome camino entre las montañas de Etiopía, intentando llegar a la enorme curva que describe el Nilo al norte de Sudán, antes de remansarse sus aguas en la gran presa de Assuan; con frecuencia, como hoy, es la búsqueda de un lugar en el mundo (por cierto, una buena peli, Un lugar en el mundo), un modo de seguir habitándolo lo que me ocupa. Formas de vida. ¿Cuántas formas de vida existen? Y puestos a elegir, ¿cuáles pueden ser más acertadas? En Kerala, India, conocí a Joan, un catalán de mi edad que se interesaba por las ciencias ocultas y que en compañía de un lama de Delhi iba a montar un establecimiento hotelero en la zona, mitad ashram, mitad lugar de descanso y relajación. Cuando aquello estuviera funcionando volaría a África, donde emplearía unos años más en otro proyecto que ya tenía bajo el brazo. Los dueños del establecimiento de hoy tan pronto empuñan una pala, como diseñan la geometría decorativa de un tambor, como teclean en el ordenador los datos contables del día. La vida transcurre sin prisas. Les veo charlar y reír durante gran parte del día con los clientes o con la gente de la zona.
Un lugar remoto de África en donde la temperatura es agradablemente suave. Yo mismo, buscando día a día, aprendiendo cada mañana una cosa nueva, tratando de conocer el mundo y su gente, dándome de bruces con algún imposible, gozando de alguna amistad lejana, a última hora convertido casi ya en abuelo... y todo ello sin saber todavía en qué consiste con precisión esto de vivir; viviendo pero cuestionando continuamente mi propia existencia y la existencia de cuanto me rodea. En mi última novela, Invierno, suicidé a mi protagonista; era un suicidio simbólico, con más certeza un conjuro para propiciar de los dioses la única lluvia que podía salvar los restos de una catástrofe; pero el conjuro no funcionó. La realidad sigue su propio curso, no siempre los dioses se doblegan a nuestras peticiones. La realidad y el individuo son como dos gladiadores enfrentados en la arena de un solitario coliseum; dramática soledad por otra parte de esta lucha encarnizada. La realidad es tan fuerte y contundente a veces que no sirve de nada dejar un rastro de sangre por la arena.
En otros momentos recreé en libros diferentes un estilo de vida a modo de quien habla y escribe con la idea latente de que diciendo y escribiéndolo uno va asumiendo con mayor convicción la fuerza de sus propios argumentos. Cuando me encontré con Joan en la India tuve la grata satisfacción de haber coincidido con una peculiar manera de concebir la realidad que era parte de mi propia búsqueda. Y de la misma manera que uno conoce geografía humana de oído, aquello de que hablaba hace tiempo sobre el punto G, uno llega a conocer de sí mismo y de la vida de parecida manera, de oído, moviéndose de un lado para otro siguiendo los trazos que la intuición va dibujando en mañanas como éstas en que lo más representativo es esa apariencia de estar haciendo nada, cuando en realidad son de esos instantes de donde nace la fuerza creadora que pone en movimiento los proyectos, en donde se aclara la niebla y se inventan caminos nuevos para seguir viviendo. Mi cuaderno de bitácora lo confirma de continuo. Las horas del amanecer son horas propicias para escucharse y para trascender la inmediatez de los problemas que no acosan; tiempo de luz para abrirse paso en la escurridiza realidad.
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